Serie: ‘Nada’ (2023) en StarPlus

Por Santiago Jordán Cardona.

La majestuosidad del cine queda siempre plasmada en lo iconodúlico de su lenguaje. Se hace carne viva cada que la eterna filmografía se reimprime en nuestra memoria, irrigándola de nervios. Hace falta un pequeño estímulo solamente para que las imágenes más bellas reemprendan su comienzo en nuestros cuerpos que solo reviven cuando lo hacen ellas. Todos tenemos nuestros vestigios, aquellos que nos han permitido soñar que estamos vivos.

¿Los míos? El cementerio que siempre suena a Morricone, los bautizos que huelen a sangre, los espejos donde veo la locura y le pregunto si me habla a mí. Mis héroes son muchos, mis enemigos todavía más, mis fantasías inabarcables. Y, aun así, jamás encontré un momento tan perfecto como escuchar al infinito Robert De Niro decir “la concha de la lora”, “pelotudo” y “boludo”. La exquisitez que me ha causado es indescriptible. Nada podría superarlo; quizá solo un “hijo de la gran puta”. El placer, por supuesto, se lo debo a esa deliciosa miniserie argentina creada por Gastón Duprat y Mariano Cohn que se ha convertido en un nuevo ejemplo de la belleza del ícono, de la majestuosidad del cine: Nada (2023).

Poco tiene que ver esta miniserie con De Niro, quien interpreta al escritor Vincent Parisi. En cualquier caso, su relevancia yace como narrador de esta fina comedia contada a razón de flashback. Así, el señor Roberto, elegante en sus insultos, rememora la historia de su gran amigo Manuel Tamayo Prats (Luis Brandoni), un hombre de imponente exquisitez comprometido con la más refinada cultura porteña. Este “dandy”, como lo llaman algunos, es un prócer del buen vivir y la alta alcurnia. Brillante como pocos, dueño de un paladar noble y una cierta arrogancia satírica que lo enorgullece. Famosísimo por su selecta crítica culinaria –bajo la cual destruye y enaltece la gastronomía de Buenos Aires-, Manuel Tamayo Prats se condecora como un distinguido intelectual que nunca encontró la necesidad de hablar si no es con la más cruda verdad, sin temor alguno de llamar “pelotudo” a quien decide que lo merece. El único problema de aquel ilustre hidalgo yace en su completa inutilidad.

Tras la muerte de su querida Celsa (María Rosa Fugazot), la ama de llaves que lo había cuidado con compulsiva obsesión durante 40 años, el ilustre hidalgo Prats deberá enfrentarse por primera vez a su más profundo temor: la insulsa y cruda cotidianidad. Es gracias a Antonia (Majo Cabrera), una joven paraguaya que logró conquistarlo con la exquisitez exótica de sus platillos tradicionales, que el honorable Prats consigue vencer su ya demasiada evidente incapacidad para valerse por sí mismo. Poco a poco, este distinguido hombre porteño redescubre, en su ingenua genialidad, el significado de su vida. Más aún, comprende la absurdez de un ensimismamiento que lo había dejado inválido frente al mundo que jamás quiso entender. Manuel encontró a Antonia y vio, a través de ella, la esperanza de seguir viviendo.

La grandilocuencia de esta serie nos ha deleitado con nuevos vestigios de la más fina naturaleza cinematográfica. Lo exquisito en el acento de De Niro cuando pretende explicar las diferencias entre “la concha de la lora” y “la concha de tu madre” es, sin lugar a dudas, uno de ellos. La fenomenal actuación de Brandoni y el brillante personaje de Manuel Tamayo Prats se condecoran con los dificilísimos parámetros de la originalidad. Las imágenes de Buenos Aires que recogen la identidad de aquella mística ciudad argentina y nos atraviesan por una cultura del sabor que sacian el hambre inhumana del cinéfilo.

Una historia gentil, detallista, de una majestuosa sencillez que converge en sí a la autenticidad y la belleza. Pocas obras de tan breve elocuencia son como Nada y nada tiene que envidiar de los vastos largometrajes que abundan en los océanos del séptimo arte. Como lo hizo alguna vez Fito Páez, si se me permite la comparación, la miniserie de Duprat y Cohn ha consagrado nuevamente a esa casa desaparecida dentro de los albores del imaginario colectivo, dándole el cuerpo fino de una historia, aún más fina, sobre un hombre que se reencuentra entre la compleja contradicción de una vida no vivida.

¿Qué más puedo decirles sobre Manuel? Al final, aceptó hacerse aquella necesaria cirugía de corazón que había catalogado como grotesca. Siguió siempre en contacto con Antonia, incluso tras su retorno a Paraguay. Publicó su último magnus opus culinario con ayuda de Parisi y rehízo su cinismo en favor de una nueva sensatez sobre el paroxismo de lo sencillo, lo cotidiano. Sin dudas, no volvió a ser el mismo, gracias a su cariño por Antonia, aunque difícilmente dejará de llamar “pelotudo” a quien lo merece. Nunca se supo si salió de la cirugía, solo dejó un último mensaje en prevención de que se convierta en póstumo. Aquel mensaje, como siempre brillante, dejó entrever su inalterable genialidad. Si se me permite citarlo: “dejen vivir y no rompan las pelotas”. Nada más.

Santiago Jordán Cardona, desde que se acuerda, siempre quiso ser un gangster, una estrella de rock o un rapero del ghetto. Ahora escribe sobre ellos, lo cual resultó ser mejor. Puede imaginarse el sentimiento sin tener que ir a la cárcel por drogas.


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