Relato: Dos de muertos.

Por Santiago de Arena.

Te vi de nuevo caminar hacia el espejo y sacudir a la humedad de tu cabello sin siquiera reparar en que mis ojos se gozaban al espiar tu desnudez.

Parecía que cancelábamos al tiempo esa mañana en que la luz de un nuevo sol iluminaba por completo a la pequeña habitación que cobijaba a nuestro sueño. A pesar de mis intentos, no lograba tener claro lo ocurrido antes del nuevo despertar, pero observar que repetías de nueva cuenta tus pasados ademanes al hallarte ante el espejo me lograba convencer de que la magia de ese instante era verdad.

Reparé en cada detalle de la estrecha habitación que iba llenando con su luz la claridad de la mañana y me sentí como una pieza de museo que observa al mundo protegida por los muros de cristal de su vitrina. 

Te vi de nuevo ante el espejo, bendiciendo a mis pupilas con la imagen de tu esbelta desnudez a contraluz y definiendo ante el deleite de mis ojos cada palmo de tu piel como si no te percataras del efecto que lograbas despertar en mis sentidos, inocente como siempre tu epidermis de ese juego que iniciabas provocando a mi deseo sin darte cuenta.

Quise entregar una caricia a la canal que dividía a los hemisferios de tu espalada, pero observar a tu deleite ensimismado me advirtió de postergar a mi contacto para algún mejor momento.

Recordé tu proverbial puntualidad y tu evangélico respeto hacia las normas de conducta y en silencio agradecí el tenerte cerca en esa hora en que de nuevo contemplaba con hipnótica atención de qué manera conseguías magnificar la perfección de tu apariencia ante mis ojos cautivados; y presencié otra vez la forma en que arreglabas tu cabello con tan solo un ademán y prolongabas el tamaño de tus ojos delineando a su contorno con un trazo obscurecido que brotaba de la punta de tus dedos, mientras que el roce delicado de tus manos cancelaba a la pasada palidez de tus mejillas bajo el toque de una nota de rubor. Te vi también humedecer la comisura de tus labios al morderlos suavemente y perfilar el arco fino de tus cejas sin dejar que la mirada que te espiaba te lograra distraer.

Bajé la guardia solamente al comprender que era momento de que yo también me preparara, aunque un efecto similar a una resaca me impedía tener en claro el para qué. Parecía evocar la idea de algún festejo, pero a pesar de mis esfuerzos no lograba recordar ninguna fecha relevante ni ubicaba el día preciso en que me hallaba, solamente iba creciendo en mi interior la sensación de alguna especie de ansiedad que aconsejaba el prepararme para algo que mi mente no lograba definir; aunque el efecto de esa angustia se apagaba ante la dicha de poderte contemplar, y obligué a mis pensamientos a volcarse hacia el pasado con el fin de estudiar a detalle el transcurso de los hechos vividos los últimos días.

El seis de octubre confirmaron que podrías volver a casa en poco tiempo. Contra todos los diagnósticos previstos, perecía que superabas a la fuerza de esa nueva recaída que llevaba varios meses aferrándote a una cama de hospital. La noticia me hizo creer en el poder de los milagros, y a partir de aquella tarde me esforcé por limitar a los horarios de visita y de trabajo en la oficina, reservándome el resto del día en poner de nuevo en orden al espacio que solíamos compartir. Mi entusiasmo consiguió que cada cosa regresara a su lugar en poco tiempo y que lograra desterrar a toda huella del descuido que invadió a cada rincón aprovechando la apatía que me naciera con tu ausencia.

El día trece confirmaron tu partida, aunque esa noche me pediste entre sollozos que ya no me separara de tu lado. Nuestra casa nuevamente quedó a solas. Recostado y abrazado de tu espalda imaginé que en realidad sería difícil preparar a la distancia los detalles que planeaba tener listos al momento de cumplirse tu regreso. Presintiendo un vuelco nuevo de los hechos al transcurso de las horas, descubrí que en una bolsa de mi saco aún conservaba el frasco entero de calmantes que pensaba consumir meses atrás, cuando el perfil de tu diagnóstico empeoraba.

Las siguientes dos semanas transcurrieron aumentando a mi esperanza. Tu semblante florecía cada mañana y los reportes de los médicos lograban confirmar a los indicios que auguraban tu completa mejoría, pero observar que la llegada de la noche prolongaba una vez más tu cautiverio hacía crecer a mi temor de que la suerte me engañaba.

El día treinta fue el final de la tortura. Me ausenté de la oficina a toda prisa sin dar crédito completo a ese mensaje que me pudo estremecer. No tuve fuerzas para andar de vuelta a casa, debía apurarme a concretar aquel proyecto que en secreto lograría no separarme de tu lado nunca más.

Y ahora ahí estabas, aliñando nuevamente a tu cabello frente a mí. Fue en ese instante que también apresuré a mis movimientos colocándome a tu lado ante el espejo, descubriendo que mi imagen no lograba proyectarse. Pude entonces comprender que en tu caso pasaba lo mismo.

Giró en silencio la perilla de la puerta. Al momento en que tus ojos finalmente me miraron con ternura y que tus labios me esbozaron una mueca de sonrisa satisfecha, recordé la fecha exacta que marcaba el calendario.

Nuestros deudos ingresaron lentamente al interior de la capilla de cristal como lo hacían con cada nuevo aniversario del adiós que puso fin a nuestras vidas, sin poderse percatar de que tú y yo seguíamos cada movimiento, ya tomados de la mano; y nos rodearon en silencio en el perfume de sus flores, bajo el destello de ese nuevo amanecer.

Santiago de Arena es escritor, dramaturgo, actor, editor, director de escena, locutor, conferencista y promotor cultural. Miembro de la Fundación para las Letras Mexicanas, la Enciclopedia de la Literatura en México, la Fundación para el Liderazgo e Innovación Estratégica, la Academia Literaria de la Ciudad de México y la Sociedad Iberoamericana de Escritores. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Se ha desempeñado en el terreno de la docencia, la dirección y la crítica teatral, la actuación y la coordinación de talleres de formación artística y promoción cultural. Ha participado en diversos montajes escénicos, cortometrajes y presentaciones de literatura en voz alta y de atril. Es autor de aforismos, poesía, ensayo, artículos periodísticos, piezas teatrales y obras narrativas. Entre sus publicaciones destacan la novela La corona de Raquel y la pieza de teatro Después de la lluvia.


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