Por Santiago de Arena.
Remover de nueva cuenta a los recuerdos puede ser como lanzar viejos guijarros a la calma de un estanque, nadie sabe qué podrá salir a flote del obscuro sedimento de sus aguas.
Impulsados por complejas taxidermias, habitamos al vacío de nuestros días con los fantasmas disecados de un ayer que forma parte de nuestro árbol de familia; y aunque siempre conocemos sus raíces, ignoramos la apariencia de los frutos que tendrá su germinar.
Mirar atrás puede servir como un impulso que apresure a nuestra marcha, o como el freno que congele a nuestro paso al observar por vez primera la belleza de un paisaje que creíamos conocer; finalmente, sólo goza de completa certidumbre lo que habita en el ayer.
Habías casi conseguido poner un orden completo en los objetos que colmaban a las cajas de tu próxima mudanza, convencido de haber roto cada lazo que te ataba con aquella geografía en la que habitabas, cuando del fondo del armario emergió el viejo perfil decolorado del cajón en que guardabas a los últimos vestigios que dejara tu primera juventud.
Decidiste hacer un alto en tu labor y escudriñar de nueva cuenta en los objetos que dormían en su interior, aceptando que era casi una ocasión providencial el que lo hallaras justamente la mañana en que decías por fin adiós a la ciudad que había logrado atestiguar los momentos que dejabas ahora atrás; y permitiste que de nuevo se volvieran a internar tus añoranzas en la estática marea en que navegaban tus recuerdos.
Te sentiste conmovido al percibir el crepitar de viejas cartas de amistades olvidadas, observaste con asombro la presencia de tu nombre entre las listas de reparto de antiguos programas de teatro, e intentaste recordar a las facciones que, a pesar de tus esfuerzos, no lograban revelar su identidad a tu memoria desde el fondo de una imagen fotográfica borrosa, ya imposible de ubicar en tu pasado.
Al final de aquel legajo de nostalgias, de improviso apareció ante tu mirada una libreta que creíste haber perdido tiempo atrás, cuando el pesar que provocaba alguna ausencia te obligó a renunciar a buscarla, evitando que el contacto de sus hojas te clavara más la espina tras de aquel ambiguo adiós.
Al tomar aquel objeto entre tus manos, de inmediato llegó a ti de nueva cuenta la presencia de quien fuera en su momento tu ejemplo más claro del carácter imposible del amor.
Caía la tarde al terminar aquella clase, que al igual que las demás había logrado que llenaras varias líneas con apuntes que intentaban auxiliar a tu memoria en su labor de retener a los mejores comentarios realizados aquel día, y justo al tiempo en que guardabas tu libreta, disponiéndote a salir de aquella sala, el perfil de una silueta se interpuso en el umbral.
Jamás negó la confusión que provocaba su extravío, pero observarla haciendo giros con las cintas del vestido, intentando superar a su vergüenza y sujetando contra el hombro aquel estuche de violín, te hizo ubicar a su figura como indicio de una extraña epifanía que revelaba solamente a tu mirada que era aquella la señal que confirmaba a tu constante incertidumbre que te hallabas ubicado en la senda correcta.
Haciendo frente a tu perpetua timidez te aproximaste hacia su encuentro, ofreciendo ser el guía que le indicara el lugar o el camino que sus pasos confundidos no lograban encontrar.
Había llegado a la ciudad esa mañana y todavía no se habituaba nuevamente al ajetreo de sus espacios, luego de haber pasado un año haciendo cursos en alguna ciudad en el sur de Alemania.
Su acento aún evidenciaba los vestigios de su viaje, y aquel aire de extranjera repatriada que de pronto iluminaba a sus facciones al hallarse nuevamente bajo el cielo de su hogar te conmovía.
La llevaste hasta la sala que buscaba, argumentando que sin duda la razón de su extravío era la resulta de los cambios que sufrió el Conservatorio al iniciarse la gestión de su reciente director, aunque tu charla solamente pretendía tender un hilo que lograra sujetar a aquel encuentro.
Y bendijiste a la grandeza de tu suerte al escuchar que era su voz la que después de una sencilla despedida te invitaba más tarde a tomar un café como señal de gratitud.
En silencio agradeciste el que su estancia en otras tierras no lograra cancelar su cortesía y le prometiste estar de vuelta tras la puerta de la sala en cuanto ella terminara con su clase, pero el furor que dominaba a la emoción de tu impaciencia te hizo sólo refugiarte en un lavabo de la escuela e intentar acicalar a tu apariencia humedeciendo a tu cabello y restregando a los contornos de tu rostro con espuma sanitaria, lamentando no contar con los minutos suficientes para huir hasta tu casa y hacer uso de tu frasco de colonia de lavanda y vetiver.
A tu vuelta descubriste que la puerta de la sala se encontraba semiabierta; y sin querer atestiguaste las palabras con que el ruego de un maestro le indicaba a la modestia de la joven que le hiciera alguna muestra de las cosas aprendidas en su viaje.
Y después de algún instante de silencio percibiste la belleza de las notas de un violín que ejecutaba con nostalgia apasionada el gran dueto de Samson et Dalila, revelando a tus oídos la completa certidumbre de un amor que habías deseado conocer desde el inicio de tus días.
Fue a partir de ese momento que deseaste que sus vidas se llegaran a acoplar en una nueva melodía, marcando acentos sincopados que llenaran de emoción a sus encuentros y alargaran la dulzura de su timbre en un legatto a cada nueva despedida.
Recorriendo los contornos de su talle comprobaste que no habías errado el rumbo de tu gusto musical al elegir al violonchelo como aliado predilecto de tus manos, y fue a partir de aquella tarde en que trazaste cuatro cuerdas con la punta de tus dedos sobre el mástil de su espalda, descubriendo a la textura de su entera desnudez, que no volviste a ejecutar ninguna pieza en tu instrumento sin pensar que al mismo tiempo nuevamente la estrechabas a tu pecho, comprimiendo a la tibieza de sus senos contra ti.
Pasó el verano sin ninguna novedad que amenazara la perfecta realidad que compartían, mezclando al eco de la lluvia vespertina con la dicha de sus días cuando una tarde, al regresar hasta el pequeño apartamento en que habitaban, la encontraste sollozando al arrancar de entre las crines del violín a las cadencias de la hermosa particella para solo de Thaïs.
En silencio la dejaste terminar la ejecución de aquella pieza, sin llegar a sospechar lo que en su llanto también ella meditaba.
Aquella noche descubriste un aire nuevo en su mirada, pero no quiso revelarte la existencia de un motivo que pudiese preocuparla. Solamente limitó sus comentarios a pedir que le prestaras la libreta en que tomabas tus apuntes de solfeo como evasiva a tus preguntas.
El rumor se propagó en toda la escuela.
Había surgido alguna nueva promoción para estudiar en Luxemburgo y parecía que los estrictos sinodales habían ya determinado la elección del estudiante que haría el curso.
Presintiendo el que tu idilio terminara, regresaste a toda prisa hasta el pequeño apartamento y descubriste solamente tu libreta, como el último vestigio de los días en que lograste erradicar a tu perpetua soledad con la presencia de la joven que acallaba a tus silencios con su esbelta desnudez y con las cuerdas de un violín.
Al poco tiempo renunciaste a continuar con tus estudios, evitándote la pena de vivir ensimismado en un recuerdo doloroso que a pesar de tus esfuerzos no lograbas superar; y condenaste a reposar en el encierro de un armario a los objetos que traían a tu memoria la nostalgia de esos días.
Habían pasado varios años desde aquella extraña página en tu vida, y sin habértelo propuesto te encontrabas esa tarde sujetando nuevamente a la libreta que jamás volviste a abrir.
Fue para ti como la burla de un dios cruel cuando del vuelo de las hojas, que por fin te decidiste a repasar, cayó un boleto caduco de avión acompañado de una nota manuscrita en líneas finas:
Si en realidad crees en lo nuestro, ven conmigo a Luxemburgo…
Santiago de Arena es escritor, dramaturgo, actor, editor, director de escena, locutor, conferencista y promotor cultural. Miembro de la Fundación para las Letras Mexicanas, la Enciclopedia de la Literatura en México, la Fundación para el Liderazgo e Innovación Estratégica, la Academia Literaria de la Ciudad de México y la Sociedad Iberoamericana de Escritores. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Se ha desempeñado en el terreno de la docencia, la dirección y la crítica teatral, la actuación y la coordinación de talleres de formación artística y promoción cultural. Ha participado en diversos montajes escénicos, cortometrajes y presentaciones de literatura en voz alta y de atril. Es autor de aforismos, poesía, ensayo, artículos periodísticos, piezas teatrales y obras narrativas. Entre sus publicaciones destacan la novela La corona de Raquel y la pieza de teatro Después de la lluvia.
Descubre más desde Kinema Books
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
