Por Santiago de Arena.
No hubo respuesta.
Solamente la monótona insistencia del sonido de algún timbre al que ya nadie parecía prestar oído.
Otra vez no hubo respuesta.
Habían pasado cinco días desde aquel viernes de la cita; y tras cada anochecer se diluían en el terreno del olvido los detalles que integraban al recuerdo de aquel último paseo.
Aquella tarde esperó fuera del metro un cuarto de hora y, al momento en que por fin iba a rendirse a la impaciencia, pudo ver de nueva cuenta a esa figura que de pronto cruzaba la acera.
Los instantes que marcaron al primer acercamiento fueron tensos. Luego del tiempo en que vivieron distanciados no era fácil retomar el punto exacto en el que habían interrumpido a sus encuentros.
Después de un práctico intercambio de saludos acordaron tomar rumbo hacia el curioso comedor vegetariano que se hallaba cercano a la zona. A pesar de su perpetua condición inapetente accedió a pedir menú por complacerle, previniendo que el pretexto de ocuparse en la comida podía hacer que postergaran el instante de adentrarse en los terrenos de una charla que pudiera evidenciar sus verdaderas emociones.
Consecuente con su plan, se limitó a corresponder con monosílabos directos a las frases que exigían una respuesta elaborada, mientras su boca masticaba los bocados de espinacas y duraznos a la par en que sus ojos enfocaban al marrón de las pupilas en el cuerpo que se hallaba al otro lado de la mesa, intentando que lograran coincidir aquellos rasgos con el juego de facciones que guardaba en su memoria desde aquella medianoche de febrero, en la que luego de asistir a una función ordinaria de teatro decidieron separarse, con el fin de motivar con la distancia y con el tiempo al nacimiento de un amor que se negaba a despuntar.
Encontrarse nuevamente aquella tarde parecía querer decir que habían triunfado.
Avivados por el fuego intermitente de la ausencia, descubrieron que tenían necesidad de verse juntos otra vez como reflejo en los cristales que poblaban a los mil escaparates de las calles que gustaban frecuentar; y convencidos de cumplir ese deseo, hicieron todo lo posible por volver a coincidir.
Observándose en silencio al compartir de nueva cuenta una merienda reafirmaron el valor que habían hallado sobre el plano de sus cuerpos desde el día en que, obedeciendo a los caprichos del azar, sus solitarias existencias se cruzaron en algún aparador de librería; y aceptaron en silencio respetar las diferencias que una vez los alejaran al momento de llegar a las galletas de amaranto y macadamia acompañadas de una taza de café.
Ya no hubo forma de eludir a la obviedad al caminar por la avenida para hacer la sobremesa.
Contagiados por el cruce de parejas que también deambulaban después de la lluvia y que evocaban al calor de sus propios abrazos, se ubicaron al abrigo de algún faro y destrozaron con el roce de sus manos al escudo que imponía su resistencia, ahogando al último rescoldo de sus dudas en el pozo humedecido que mostraba a su reflejo capturado en las pupilas de alguien más.
Con un beso cancelaron a las huellas de su exilio; y a partir de ese momento se inventaron mil maneras de eludir a alguna nueva despedida, permitiendo que las manos se internaran nuevamente en el ansiado territorio que se abría al rozar el tacto de otra piel, entre caricias que a pesar de conocidas se hilvanaban como frases de un lenguaje descubierto en ese instante por los dos.
Llegada la hora, se enfilaron a abordar el subterráneo y obligaron a su dicha a despedirse con un beso en el andén, confiando aún que habían logrado superar aquella prueba.
Pero ya no hubo respuesta.
Recordaba claramente la mención sobre el proyecto de algún viaje que debía de realizar justo al inicio de semana. Recordaba claramente la promesa que juraba que a su vuelta volverían a retomar aquella nueva realidad, pero el silencio que mostraba su tangible indiferencia resultaba suficiente para ahogar a la razón.
El teléfono sonó de madrugada.
Superando al sobresalto y con un dejo de marcada somnolencia escuchó del otro lado de la línea a los acentos angustiados de la voz de algún amigo que insistía en saber si todo estaba bien.
El cansancio pudo hacer que su impaciencia soportara el atender la retahíla proferida por el timbre de esa voz que le informaba que había sido el eventual protagonista de algún sueño que implicaba un accidente en carretera.
Y escuchó sin atención aquél recuento que explicaba puntualmente los detalles de su propio deceso al impactarse con el auto en una curva de la pista de la costa occidental; consciente al fin, como lo estaba, de no haberse separado aquella noche del resguardo de su cama.
Le fue difícil conciliar de nuevo el sueño después de colgar, intentando vanamente coincidir al argumento de esa historia que buscaba prevenirle del peligro de hacer algún viaje con su estática existencia, desde siempre sedentaria.
Con el sol volvió a entregarse a su rutina, realizando un nuevo intento por volver a hacer contacto con quien ya mostraba extremos inauditos de ausencia y silencio.
Pero tampoco hubo respuesta, por lo menos no del modo en que esperaba conseguirla.
Al momento de poner el noticiario se enteró de que jamás atenderían a su llamado nuevamente.
En la nota que ilustraba la pantalla se informaba de un percance en una curva de la pista de la costa occidental, cuyos detalles explicaban el motivo de un silencio que ya no terminaría.
Santiago de Arena es escritor, dramaturgo, actor, editor, director de escena, locutor, conferencista y promotor cultural. Miembro de la Fundación para las Letras Mexicanas, la Enciclopedia de la Literatura en México, la Fundación para el Liderazgo e Innovación Estratégica, la Academia Literaria de la Ciudad de México y la Sociedad Iberoamericana de Escritores. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Se ha desempeñado en el terreno de la docencia, la dirección y la crítica teatral, la actuación y la coordinación de talleres de formación artística y promoción cultural. Ha participado en diversos montajes escénicos, cortometrajes y presentaciones de literatura en voz alta y de atril. Es autor de aforismos, poesía, ensayo, artículos periodísticos, piezas teatrales y obras narrativas. Entre sus publicaciones destacan la novela La corona de Raquel y la pieza de teatro Después de la lluvia.
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