Las Conchitas

Mis ojos no podían despegar la mirada del cielo. Es hipnotizante ver cómo las nubes parecen que van avanzando; las ramas de los árboles movidas por el viento y ese aroma inigualable de que se aproxima la lluvia, inmediatamente me traslada a mi niñez, a las vacaciones de verano que pasaba en casa de mi abuelita materna. El canto de los gallos que tenía en el corral eran nuestro despertador, en ese entonces me parecía molesto, ahora lo añoro. Salir al patio y sentir la frescura de la mañana, el olor a tierra mojada del piso recién barrido y regado; entrar a la cocina y sentirse bienvenida con el aroma de la infusión de hojas de limón y el huevito revuelto con pedacitos de tortillas fritas ¡Qué delicia!

Con ella aprendí a lavar la ropa en el río, en unas piedrotas que usábamos como lavadero, tender la ropa limpia en las ramas y árboles del campo; ella prendía una pequeña fogata y nos preparaba unos ricos taquitos de papitas, mientras esperábamos que se secara la ropa. Después, nos bañábamos con agua fresca del río; así, igualito como se ve en las películas mexicanas antiguas ¡Qué tiempos aquellos!

Con mi abuelita paterna, también viví grandes momentos, ella llegaba casi todas las mañanas a mi casa, pues le quedaba de camino a la suya, nos llevaba pan dulce y me hacía unas trenzas bien apretadas, y yo llegaba bien peinada a mis clases en la primaria. También me gustaba ir a su casa, solo entrar en ella y el olor a guayabas invadía mi olfato, eso era gracias a que en el patio había un gran árbol, daba unas guayabas gigantes, verdes por fuera, rosas por dentro, muy dulces; nunca he vuelto a probar unas así.

Ella nos consentía con tortillas de maíz recién hechas por sus manitas y unos deliciosos frijolitos fritos en manteca; sigo practicando para que algún día me queden igual. Con ella intenté aprender a bordar florecitas de punto de cruz en servilletas, de esas que usamos las mexicanas para envolver las tortillas y a tejer con dos agujas o puntada de ganchillo bufandas o suéteres, pero por más que lo intenté, nomás no se me dió ese don (aunque mi mamá aún guarde algunas de esas prendas como si fueran una reliquia). Lo que sí le heredé fue el amor a la cocina, la memoria para recordar los cumpleaños y el gusto por contar historias.

De mi abuelita materna heredé la resiliencia, el nunca salir despeinada ni con los zapatos sucios y siempre usar aretes que combinen con mi ropa.

Agradezco por todas las historias y memorias que me contaron, siento que de alguna manera pude aprender algo de mis ancestros que no me tocó conocer.

¿Por qué escribo hoy sobre ellas? Porque últimamente he estado soñando mucho con ellas, también para que su recuerdo y legado siga presente, hace varios años que ya no se encuentran en este plano terrenal, el ciclo eterno de la vida y la muerte. Siguen en mis genes y en mis pensamientos. Recordarles y agradecerles, no es solo un acto de amor, es un acto de identidad y pertenencia; seguiré enalteciendo nuestras raíces michoacanas, jaliscienses. Haré que mi vida valga la dicha, porque gracias a ellas yo existo; las honro viviendo, intentando cumplir mis sueños, compartiendo su legado, de mujeres fuertes, sabias y de un gran corazón.

Ellas, además de compartir a esta nieta, también compartían el nombre, ambas eran: mis Conchitas, las Conchitas.


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