Por Santiago de Arena.
Había pasado mucho tiempo desde la última ocasión en que dejó que sus zapatos se anegaran del rocío que tapizaba a la pradera al despuntar de la mañana, se había jurado ya no andar aquella ruta para no dar rienda suelta a sus añejos desengaños, y ahora cruzaba nuevamente aquel paisaje con el ritmo acompasado de su andar.
Conmovido, contempló los mil destellos que la luz del nuevo sol hacía brotar de la humedad en que se erguían las amapolas y los lirios. Su mano abierta acariciaba a las espigas a su paso y el efecto de ese toque de verdor sobre su tacto transformaba a aquellas mudas sensaciones en el roce que evocaba a la memoria de las cerdas de un pincel sobre la punta de sus dedos.
Un sol difuso entre la niebla matutina superaba al horizonte y convocaba al desparpajo de las aves con su luz. Haciendo caso a la llamada matinal de aquellos trinos, una esbelta multitud de girasoles dilataba la soberbia inmensidad de sus pupilas.
Fue imposible no perderse en el recuerdo de los ojos del amor de una mujer que en su pasado pudo ser lo que no fue, y revivir las viejas horas dedicadas a observar a la corola de las flores constreñidas en el hueco de un jarrón, o que luciendo en la canal que separaba a la tibieza de unos senos, una vez fueron modelo de los lienzos que avivaban la esperanza que nutría a la certidumbre de encontrar en la pintura la razón de su existir.
Aunque ante críticos, agentes y colegas el efecto producido por el trazo de sus manos era nada. La resulta de tan ciega y solidaria indiferencia ante sus obras fue el motivo del adiós de la mujer, cuyos efectos podían verse aún reflejados en la estampa que portaban su tristeza y su miseria.
Tras los años consagrados a los lienzos nunca había tenido suerte al intentar que alguno solo de sus cuadros ingresara en los museos ni en los mercados, ni había tenido más noticias de la musa que partió.
Hasta ese día.
Atendiendo a la premura de la carta recibida dedicó la noche entera a una vigilia que aguardaba la llegada de la aurora para hacer de nueva cuenta el recorrido a la ciudad.
Aún en penumbra, y mecido por el canto de los grillos y chicharras, aliñó la melancólica expresión que había en su aspecto, ciñó las cuerdas de sus únicos zapatos y cubrió la proverbial fragilidad de sus espaldas con la tela desgastada del abrigo que llevaba media vida junto a él.
Y ahora, ahí estaba.
Contemplando nuevamente los destellos luminosos de humedad sobre los tallos de las filas de imponentes girasoles que elevaban sus plegarias a la luz.
Una nube silente de cuervos cruzó a la ciudad contrastando en el lienzo de añil que era el cielo, anunciando la esperada conclusión de su trayecto.
Sabía que al menos le faltaba medio día para el momento de la cita, pero quiso aprovechar aquellas horas en lucir su esperanzada condición entre las calles que su andar aún no olvidaba.
Sometido nuevamente a su perpetua timidez fue inadvertida a su mirada la sorpresa que causó al hacerse ver de nueva cuenta entre el tumulto que llenaba a las aceras, y al final brindó refugio a su callada soledad en el rincón más apartado del café que fue elegido para dar marco al encuentro.
Para engañar a la impaciencia que vencía a su nerviosismo cruzó el timbre de campanas que guardaba al almacén, y ante la intriga y la sorpresa de la joven dependienta que envolvía la mercancía de los artículos de dama, firmó el recibo de los pagos diferidos destinados a cubrir el monto entero del importe de una compra improvisada.
Volvió de nuevo a su refugio y aguardó.
Al final de aquella tarde, cuando el paso de las horas lo dejaron convencido de lo inútil de su espera, entró de nuevo al almacén e hizo cambiar la mercancía por un objeto que guardó en la bolsa interna de su abrigo sin hacerlo ya envolver.
Solamente los obreros que volvían de su jornada atestiguaron el camino que emprendió con ese ritmo acompasado de sus pasos al salir de la ciudad.
Contempló de nueva cuenta la imponente multitud de girasoles que inundaba con su luz a la pradera.
El sonido de un disparo en el silencio de la tarde desgarró la claridad de aquel paisaje, cuando el vuelo silencioso de los cuervos regresaba hacia los campos bajo un sol que declinaba, anunciando el final de otra primavera.
Santiago de Arena es escritor, dramaturgo, actor, editor, director de escena, locutor, conferencista y promotor cultural. Miembro de la Fundación para las Letras Mexicanas, la Enciclopedia de la Literatura en México, la Fundación para el Liderazgo e Innovación Estratégica, la Academia Literaria de la Ciudad de México y la Sociedad Iberoamericana de Escritores. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Se ha desempeñado en el terreno de la docencia, la dirección y la crítica teatral, la actuación y la coordinación de talleres de formación artística y promoción cultural. Ha participado en diversos montajes escénicos, cortometrajes y presentaciones de literatura en voz alta y de atril. Es autor de aforismos, poesía, ensayo, artículos periodísticos, piezas teatrales y obras narrativas. Entre sus publicaciones destacan la novela La corona de Raquel y la pieza de teatro Después de la lluvia.
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