Jueves de relatos: ‘Ensayo de un fin’.

Por Santiago de Arena.

¿Cuándo es momento de poner fin a una vida que ha agotado su sentido? ¿Cuándo es correcto dar la espalda a una existencia que perdió su validez? ¿Cuándo es que un acto de justicia se transforma en cobardía?

Volví a mirar los treinta y cuatro comprimidos que quedaban en el frasco y decidí que era momento de engullirlos con el último bocado. El mareo y la somnolencia que empezaban a embotar a mis sentidos me obligaban a seguir clavado inmóvil contra el fondo de la silla, concentrando a las reservas de mi fuerza y mi conciencia en el deseo de no caer.

Me percaté de que ya no me era posible levantarme a conseguir agua del grifo, era preciso utilizar lo que restaba todavía dentro del vaso para hacer que la amargura de ese dejo no obstruyera a mi garganta y la saliva resbalara dócilmente hasta mi vientre.

Un nuevo espasmo sacudió a mi rigidez y casi pude percibir físicamente la manera en que volvían a dilatarse mis pupilas.

Noté el brotar de una corriente sudorosa que bañaba a la raíz de mi cabello y una ráfaga de extraña lucidez me permitió emitir un cálculo certero. Si tan solo diez y seis de aquellas píldoras habían logrado transportarme hasta ese estado, era sencillo adivinar que al conseguir vaciar el frasco cumpliría con mi objetivo.

Con el tacto enajenado y con la vista confundida conseguí reunir al resto de esas plastas blanquecinas sobre el hueco de mi palma y presioné casi sin fuerza a su textura humedecida por el roce de mi piel. La sed ahogó a la rigidez de mi garganta, pero mi mano resbaló por el flaco del vaso sin poderlo sujetar.

Deslizado alguna nota por debajo de mi puerta en ese instante, demostraste que de un modo habías logrado conseguir mi dirección.

Luego de un año de escribirte sin mostrar al remitente, respondías a las decenas de misivas que te envié buscando en ellas evadir a la distancia, cancelar a tu silencio y convencerte de que el fin no fue el adiós.

Releyendo nuevamente tus palabras recordé aquella noche de julio en que te vi confundir a tu paso en la anonimia de una vaga muchedumbre cuyo gesto se mostraba indiferente a mi dolor al mirarte partir.

Te amé en silencio desde la hora en que te vi esperar mi arribo a la entrada del metro, temeroso de no haberte complacido con la imagen que acudiera a aquella extraña cita a ciegas, pero tu abrazo y tu sonrisa me supieron convencer de que en el fondo de ese encuentro se gestaba silenciosa una verdad.

Las dos semanas que pasaste en la ciudad le dieron un nuevo sentido a la constancia taciturna de mi vida. El notar que mi persona hallaba un eco en tu persona me dejó reconocer que mi existencia se cargaba de una nueva realidad y que por fin se revelaban los enigmas que marcaron a mis días, transcurridos esperando tu llegada acompañado por el peso de una eterna soledad.

Te amé en silencio cuando el paso inexorable de las horas me advertía de tu partida, pero quise posponer la obra de tiempo regalándote fragmentos de mi ser con la esperanza de lograrte persuadir de posponer tu despedida; y recorrimos de la mano las aceras, visitamos las antiguas galerías y refrescamos el calor de nuestros besos veraniegos en las cajas aceradas de cada ascensor que abordamos a solas.

El despertar de cada noche compartida fue un ensayo del final que acabaría con ese idilio. A tu lado, recostado en la penumbra, atestiguando el movimiento acompasado de tu pecho que dormía, asumí una actitud de vigilia perpetua con el fin de no perder ningún detalle del espacio al que llenaba tu presencia con la suave contundencia de tu piel.

Te amé en silencio cuando el roce de tu abrazo se alejó de mi contacto; y con la misma certidumbre que mostraste a tu llegada, te marchaste sin volver la vista atrás.

Ahora, después de veinte meses de silencio, respondías a mis mensajes con un gesto que ponía punto final a mi esperanza y mi dolor.

Cerré los ojos y escuché en ese momento tu llamado al otro lado de la puerta, justamente cuando ya no había manera de evitar que los efectos de una lenta e irreversible sobredosis cancelaran totalmente a mis sentidos.

Decidí no malgastar mi último aliento en el intento de emitir una palabra; y observando a la textura de tu carta, aguardé pensando en ti.


Santiago de Arena es escritor, dramaturgo, actor, editor, director de escena, locutor, conferencista y promotor cultural. Miembro de la Fundación para las Letras Mexicanas, la Enciclopedia de la Literatura en México, la Fundación para el Liderazgo e Innovación Estratégica, la Academia Literaria de la Ciudad de México y la Sociedad Iberoamericana de Escritores. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Se ha desempeñado en el terreno de la docencia, la dirección y la crítica teatral, la actuación y la coordinación de talleres de formación artística y promoción cultural. Ha participado en diversos montajes escénicos, cortometrajes y presentaciones de literatura en voz alta y de atril. Es autor de aforismos, poesía, ensayo, artículos periodísticos, piezas teatrales y obras narrativas. Entre sus publicaciones destacan la novela La corona de Raquel y la pieza de teatro Después de la lluvia.


Descubre más desde Kinema Books

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Los comentarios están cerrados.

Crea una web o blog en WordPress.com

Subir ↑