En el vasto legado de Nosferatu, pocos nombres resuenan con tanto peso como el de F. W. Murnau, cuyo film en 1922 redefinió los límites del cine de terror y cimentó al Conde Orlok como un emblema de lo grotesco y lo inquietante. La versión de Robert Eggers (2024), que a partir de hoy está en salas de cine de todo el país, se presenta no solo como un homenaje reverente, sino como una introspección renovada sobre la relación entre lo humano y lo monstruoso. Mientras que Murnau construyó un mundo de sombras y presencias espectrales que sugieren la fragilidad de la civilización frente a lo irracional, Eggers explora las fisuras de los personajes, transformando a Orlok, Ellen y Hutter en metáforas de la culpa, el deseo y la inevitabilidad del destino. En este diálogo intergeneracional, Nosferatu ya no es solo una historia de vampiros, sino un espejo en el que cada cineasta refleja los miedos de su época.
La película de Eggers no solo rinde tributo a la obra de Murnau, sino que también confronta las inquietudes existenciales que Herzog plasmó en su reinterpretación de 1979. Si en la versión de Herzog el Conde Drácula se muestra como un ser trágico, condenado a una inmortalidad vacía, Eggers lleva esta construcción un paso más allá, revelando un Orlok que no solo busca saciar su hambre de sangre, sino también su necesidad de conexión en un mundo que lo rehúye. Ellen, en esta nueva versión, no es simplemente una víctima o mártir, sino una figura que encarna la resistencia al fatalismo; su relación con el vampiro se reconfigura como un enfrentamiento simbólico entre el deseo de trascendencia y la aceptación de la finitud humana. Así, Eggers honra el legado visual y temático de sus predecesores, mientras teje una narrativa que interroga profundamente las complejidades de la condición humana.
En esto hay que agradecer a Eggers que haya concentrado esfuerzos en la construcción interna (enriquecida) del personaje de Ellen, complejidad que por cierto, Lily Rose Depp encarna con mucho acierto. Si bien Murnau había dado un paso al mutar una Mina Harker (personaje de Bram Stoker) en una Ellen algo más pasiva, Eggers retoma la agencia de la Mina de Stoker presentando una reinterpretación de la Ellen de Murnau más moderna, más activa de resistencia y de lucha contra la fatalidad. No es una Ellen que se resigna al sacrificio inevitable para “salvar” a los demás, sino una Ellen que decide optar por la redención, ella confronta al miedo y a la oscuridad, toma una decisión consciente y dolorosa.
La introducción del sonido en el Nosferatu de Eggers no solo redefine la narrativa, sino que amplifica las emociones que Murnau plasmó en su obra silente. En el film de 1922, el silencio era como un lienzo donde las imágenes pintaban el horror; las sombras y gestos de los personajes eran portadores de un lenguaje universal que hablaba a través de la sugestión. Eggers, consecuente de esta herencia, utiliza el sonido como una extensión de ese lenguaje visual, no para sustituirlo, sino para enriquecerlo. Los susurros del viento, los crujidos de las viejas maderas y los murmullos guturales del Conde Orlok se convierten en elementos narrativos que no solo describen el mundo que habitamos, sino que lo sienten, infundiendo en cada escena una textura visceral que invita al espectador a escuchar el terror tanto como a verlo, quizá es algo exagerado de decir o un comentario muy personal pero esta reinterpretación de Nosferatu vibra en el estómago.
Donde Murnau dependía de intertítulos y la música en vivo para guiar la experiencia emocional, Eggers utiliza los diálogos, los silencios y la música diegética para explorar los vacíos emocionales de los personajes. La voz de Orlok, baja y descompuesta, parece salir de un lugar más allá de la muerte, quitando al espectador cualquier esperanza de encontrar humanidad en la criatura. En contraste, los sonidos cotidianos que rodean a Ellen —el eco del agua, el zumbido de los insectos— enfatizan su conexión con la vida, intensificando la tensión entre ella y el vampiro. Este uso del sonido no solo moderniza la obra, sino que dialoga con la narrativa muda de Murnau, traduciendo su economía expresiva en una sinfonía auditiva que, lejos de domesticar el misterio original, lo reconfigura en un nuevo plano sensorial.
El silencio – elemento sumamente importante en esta reinterpretación cinematográfica- pese a las diferencias temporales y técnicas entre las versiones de Murnau y Eggers, se erige como un elemento narrativo esencial que conecta ambos filmes en su exploración del horror. En Nosferatu (1922), el silencio era inherente al medio mudo, pero Murnau lo transformó en una herramienta para intensificar la atmósfera de soledad y vacío que rodea a los personajes. Cada pausa entre los intertítulos, cada instante de quietud en la pantalla, refuerza la sensación de aislamiento frente a lo inexplicable. En el Nosferatu de Eggers, el silencio no es una limitación técnica, sino una elección estilística que recupera ese poder expresivo. En escenas clave, como los encuentros entre Orlok y Ellen, el sonido se retira casi por completo, dejando que los gestos y las miradas carguen con el peso de la narrativa. Estas pausas son como ecos del vacío original, momentos donde la ausencia de ruido se convierte en presencia, envolviendo al espectador en un espacio donde el tiempo parece detenerse y el miedo se amplifica. Así, ambos filmes convergen en el uso del silencio como un lenguaje propio, un terreno donde la amenaza se percibe más allá de lo visible o lo audible, resonando en las profundidades del subconsciente.
El Nosferatu de Robert Eggers es una reinterpretación audaz que, lejos de eclipsar las versiones anteriores, las enriquece al dialogar con su legado desde una perspectiva contemporánea. Eggers honra la obra maestra de Murnau al capturar su esencia expresionista y su uso magistral del silencio, mientras introduce el sonido y la psicología como nuevos vectores narrativos que profundizan en las complejidades de los personajes. Esta película no solo celebra la herencia visual y temática del cine mudo, sino que también reafirma el poder simbólico del vampiro como una figura de eterna dualidad: monstruo y mártir, depredador y reflejo de nuestras propias sombras. Asimismo, mantiene viva la influencia de la novela de Bram Stoker, cuyas raíces literarias siguen permeando cada versión, recordándonos que el horror trasciende tiempos y formatos para explorar las ansiedades humanas más universales. En este sentido, el Nosferatu de Eggers es un tributo genuino y una expansión valiosa que solidifica el lugar de esta representación arquetípica del miedo a lo desconocido, de la muerte y de lo inhumano que amenaza a la civilización, en el imaginario colectivo, asegurando que su vigencia y misterio perduren por generaciones.
De más está decirles que es una cita “imperdible” en el cine. Aprovechen sus vacaciones.

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