Detectives con ch’aki y rituales: El Alto bajo cero, una novela 100% boliviana

Lo primero que pensé al terminar de leer la novela fue que Oscar ha escrito una suerte de novela negra andina… una novela negra que se emborracha, que tiene ch’aki, que se ríe, que invoca a los apus mientras fuma con singani. Es una novela profundamente nuestra. Cuando digo nuestra, hablo de Bolivia, nuestra en la forma de hablar, en la forma de perder la paciencia, de no creer en los pacos, de aferrarnos a cualquier cosa que no huela a Estado. Porque el Estado, en esta novela, como en nuestra realidad, llega tarde. Y cuando llega, da miedo.

La historia parte del secuestro de un bebé, una wawita en un hospital alteño. Una pareja joven, vulnerable, sin recursos, busca desesperadamente a su hijo. Lo que encuentra no es la institucionalidad que debería protegerles, sino más bien un muro de papeles, promesas vacías y miradas condescendientes. Frente a ese abandono hacen la consulta con un grupo de “detectives” marginales que combinan investigación con rituales ancestrales. Y así nos metemos en un relato que no es solamente policial, ni solamente mágico, ni solamente político: es una radiografía social llena de sarcasmo y corazón. La novela despliega una estructura que parece avanzar a borbotones, como si hubiese sido escrita entre vaso y vaso de singani. Pero que nadie se equivoque, hay una lógica finísima detrás del caos. Oscar construye una red de voces, géneros y registros que se entrecruzan como minibuses en La Ceja: a veces se chocan, a veces zigzaguean, pero siempre avanzan.

El Alto aparece aquí no solo como escenario, sino como una ciudad-personaje, una ciudad que parece tener pulmones propios, que respira smog, que exhala rabia, que tose injusticia, pero que también sabe reírse en los momentos menos esperados. Más allá de la historia del secuestro, lo que “El Alto bajo cero” pone sobre la mesa es una pregunta que nos atraviesa a todos los bolivianos hoy: ¿en qué confiamos, cuando ya no confiamos en nadie?

La novela se escribe desde una ciudad que ha sido muchas veces usada como símbolo político, pero pocas veces entendida en su complejidad. El Alto no es aquí solo el lugar de la protesta ni de los bloqueos, sino el lugar donde se cocina el presente del país: con rabia, con informalidad, con ironía, con dignidad. Hay una escena maravillosa donde los personajes, completamente resaqueados, con un ch’aki mortal, despiertan sobre unos sillones verdes y aunque todo parece un desastre, empiezan el día con mate, sudokus y recortes de periódicos como si fueran pistas de una conspiración. Esa escena, creo yo, sintetiza muy bien la ética de esta novela: la vida sigue, con dolor y con humor, y hay que seguir buscándole sentido entre la mugre, la noticia y el milagro.

Literariamente, Oscar trabaja con una prosa que logra ser porosa, sucia, viva. La voz narrativa se desliza entre lo culto y lo coloquial, entre la cita literaria y el chisme del barrio. La intertextualidad no es un lujo, sino que está al servicio del relato. Es una escritura que no jerarquiza saberes, sino que pone en el mismo plano a la literatura, la oralidad, el ritual y la rabia.

Hay algo profundamente político en esta decisión estética. Porque cuando el lenguaje oficial se vuelve incomprensible o hipócrita, hay que volver al habla de la calle, al ritmo del mercado, a las formas en que la gente dice las cosas cuando ya no puede más. En ese sentido, “El Alto bajo cero” no sólo denuncia, sino que inscribe una forma de estar en el mundo: desconfiar de lo establecido y buscar respuestas donde nadie más mira.

Y ahí está El Alto como escenario simbólico: ciudad fronteriza, altiplánica, obrera, mercado, trinchera. Una ciudad que se ha convertido —como bien lo muestra la novela— en el corazón de una Bolivia que no cabe en los discursos oficiales.

Oscar nos entrega una novela que no romantiza la pobreza, pero tampoco se rinde ante el cinismo. Denuncia sin sermonear, se ríe, pero no se burla. Y, sobre todo, retrata una Bolivia donde el abandono no ha matado la ternura, aunque la ha obligado a disfrazarse de sarcasmo.

En el contexto actual, donde el país entero atraviesa un ciclo de desconfianza institucional —con una justicia secuestrada, partidos políticos fragmentados y una ciudadanía cada vez más harta—, esta novela no podría llegar en mejor momento. Porque “El Alto bajo cero” no solo habla de un bebé, una wawa perdida. Habla también de una nación que busca recuperar algo que se le ha arrebatado: la confianza, la esperanza, el futuro.

Y si bien la novela no nos promete una solución, sí nos recuerda algo: que la verdadera justicia quizá no venga con uniforme ni con sentencia, sino con memoria y con humor. Y, por qué no, con un buen plato de ají de fideos al lado de quien no nos suelta la mano cuando el mundo entero se enfría.

Se agradece al autor el escribir una novela que no quiere complacer, sino incomodar. Que no quiere explicar Bolivia, sino encarnarla.


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