Acaba de estrenarse en salas bolivianas El último blues del Croata, ópera prima de Alejandro Suárez Castro, una comedia negra que se mueve con soltura entre la nostalgia, la amistad y el humor irreverente. Inspirada en un hecho real —la muerte en Santa Cruz de la Sierra del músico croata Drago Dogan— la película convierte un suceso íntimo en un relato con resonancia social: ¿qué hacemos con los muertos cuando ya no queda nadie que se haga cargo de ellos?, ¿cómo recordamos a quienes vivieron en los márgenes de la bohemia y el desarraigo?

Una historia mínima con eco universal.
La premisa es sencilla pero cargada de tensión: Drazen, exmúsico de blues y rock, muere en soledad, sin recursos ni documentos que respalden su identidad. Ante la amenaza de que su cuerpo termine en una fosa común, sus amigos Perla y Willy tienen apenas 72 horas para encontrar una salida digna. El viaje se convierte en un juego de enredos burocráticos y desventuras tragicómicas, pero también en una exploración íntima sobre la amistad, la memoria y el fracaso compartido.
Suárez Castro se apoya en un guion ágil y en actuaciones contenidas que nunca caen en la caricatura. El humor negro surge de lo absurdo de las instituciones y de la precariedad de quienes luchan contra el olvido, mientras que la música —el blues como leitmotiv— opera como contrapunto emocional y como una metáfora de resistencia.

El retrato de una ciudad y de una generación.
El filme respira Santa Cruz: sus bares, sus calles nocturnas, la humedad y el calor que se filtran en la piel de los personajes. Allí se mueve una bohemia que ya no brilla en escenarios, sino que sobrevive entre trabajos precarios, copas de más y recuerdos de una gloria que nunca llegó. El acierto del director está en filmar ese paisaje sin condescendencia: no hay romanticismo ingenuo, sino una mirada tierna pero implacable sobre el costo de la vida bohemia.
Los protagonistas —Perla y Willy— cargan con sus propias derrotas, pero su obstinación por rescatar del anonimato a un amigo muerto los convierte en héroes insospechados. Son personajes humanos, vulnerables, que encarnan la lealtad como último refugio frente a la división social.

Virtudes y matices
La mayor virtud de El último blues del Croata está en su honestidad emocional: evita el melodrama fácil y logra que tanto el humor como la melancolía convivan en equilibrio. La película conmueve porque no intenta adornar la precariedad; la muestra como es, y en esa crudeza encuentra belleza.
Lo que distingue a El último blues del Croata es su capacidad de convertir lo marginal en universal. Al narrar la odisea de un par de amigos que buscan darle dignidad a un muerto sin nombre, la película dialoga con preguntas mayores: ¿qué significa ser recordado?, ¿qué valor tienen las lealtades cuando todo parece perdido? Suárez Castro consigue que lo que podría ser una anécdota local en Santa Cruz se vuelva un espejo en el que cualquier espectador reconoce el miedo al olvido y la necesidad de pertenencia. En este sentido, el filme se inscribe en una línea de cine social que no pontifica ni sermonea, sino que habla desde la intimidad de lo cotidiano.

Otro aspecto destacable es el uso de la música como lenguaje narrativo. El blues no aparece solo como fondo sonoro, sino como un personaje más que habita la trama. Cada acorde evoca la nostalgia de una vida consumida entre excesos y sueños inconclusos, pero también funciona como resistencia, como última trinchera contra la indiferencia. La partitura convierte escenas mínimas —un diálogo en un bar, el silencio en la morgue, la espera en una oficina pública— en momentos cargados de resonancia emocional. En esa fusión de imagen y sonido radica uno de los mayores logros del filme, capaz de transformar lo lúgubre en poético.

No obstante, la película acusa en ciertos momentos las limitaciones propias de una producción realizada en apenas dos semanas y con recursos mínimos. El ritmo presenta algunos altibajos: hay escenas que se extienden buscando lirismo y que ralentizan la tensión narrativa. Del mismo modo, algunos personajes secundarios quedaron delineados, lo que restringió la posibilidad de un retrato coral más amplio. Aun así, estas fisuras no opacan la fuerza de la propuesta ni la honestidad de su mirada; por el contrario, refuerzan el mérito de haber construido una historia tan emotiva y coherente en condiciones de notable austeridad.

Otro de los grandes aciertos de El último blues del Croata es el trabajo con el color y la temperatura visual. La fotografía se inclina hacia tonos cálidos y terrosos que envuelven la narración en una atmósfera de melancolía, casi como si cada plano estuviera impregnado por la memoria de lo que ya no está. Esa paleta cromática no solo ambienta los espacios de bares y calles cruceñas, sino que también funciona como un hilo que enlaza la amistad de los protagonistas con la ausencia del amigo muerto. La textura visual, al mismo tiempo íntimo y nostálgico, refuerza la sensación de estar ante una relación que oscila entre la despedida y la celebración de la vida compartida.

Una apuesta necesaria para el cine boliviano.
El último blues del Croata se siente como una apuesta valiosa dentro del panorama boliviano. Es una obra que habla desde lo local —la ciudad, la música, la burocracia—, pero que toca fibras universales: la soledad, el olvido, la necesidad de darle sentido a la muerte. Suárez Castro se inscribe así en una tradición de cineastas que entienden que lo íntimo puede ser político, y que la memoria de los olvidados merece ser narrada en la pantalla grande.
En un país donde el cine todavía lucha por consolidarse como industria, películas como esta son fundamentales: no solo abren espacio a nuevas voces, sino que dignifican historias que podrían haber quedado enterradas sin nombre. El blues, con su melancolía y su fuerza, se encuentra en esta obra un último acorde que resuena más allá de la sala.

No voy a cerrar esta reseña sin antes remarcar el trabajo de los actores, tanto los protagonistas como algunos personajes secundarios, brillan por encarnar la nostalgia de manera humana volviéndose entrañables para un público que está presenciando una película sencilla pero llena de contenido emocional. No cabe duda el talento, sobre todo de Mariana Bredow y Pedro Grossman, que son el alma de esta historia.

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