Por Anahí Vargas Carbajal.
Uno pensaría que las grandes historias de venganza no embonan del todo en una idiosincrasia como la mexicana, tan basada en las falacias de recompensa o castigo divino, y que la justicia por propia mano a través de planificaciones elaboradas, gozosas y sociopáticas, son historias que pertenecen a otros países o a otras culturas. Esta idea podría reforzarse al confirmar que Confesiones, la más reciente película del director Carlos Carrera, se trata de una adaptación de la película española Bajo la Rosa del 2017; sin embargo, no hace falta más que un vistazo a cualquier portal de noticias locales para reconocer que los alcances de la mente mexicana, para bien y para mal, tienen límites tan difusos como el universo mismo, por lo que este thriller mexicano que borda en el horror llega a demostrar que, como mexicanos, nuestra también es la venganza y la retribución.
Después de una serena pero misteriosa exploración visual a la Ciudad de México, se nos adentra a un inicio apresurado por los deberes matutinos de una familia acomodada, los Olmos, quienes dentro de su soberbia al saberse lo que son, pretenden el interés el uno por el otro que supuestamente existe en una familia de retrato perfecto, lo que a todas luces buscan vender incluso con los espectadores; sin embargo, no toma muchas luces el darse cuenta de que cada uno de ellos vive ensimismado en su propia vanagloria -fácil de comprobar cuando se tienen que presentar ante alguien- sostenida por la apariencia.
Tras otra pausada y aún más misteriosa exploración de su mansión a través de la destacable e inquieta cámara de Ramón Orozco en la fotografía, la frívola armonía de la familia Olmos se ve perturbada tras una llamada telefónica que los advierte del secuestro de su hija pequeña Angie y de un próximo encuentro cara a cara en su casa con un siniestro confesor de pecados (Juan Manuel Bernal) quien no busca dinero, sino que la familia confiese un terrible secreto que esconde y para obtenerlo, torturará la mente de cada uno de ellos hasta llevarlos a límites que son difíciles de sospechar durante la película.

Carlos Carrera no es un director ajeno a la controversia, películas como Un Embrujo (1998), El Crímen del Padre Amaro (2002) y hasta su conmovedora Ana y Bruno (2017) ya lo tienen curado de todo espanto. A pesar de ello, no es un director que busque dicha controversia de forma fácil o vacía, no hay un propósito propagandístico-personal detrás del tener a la gente hablando sobre sus premisas y basta verlo conducirse en eventos como la alfombra roja del pasado Festival Internacional de Cine de Morelia, en donde estrenó Confesiones siendo desde entonces que no deja de recibir aplausos sorprendidos por el resultado, para darse cuenta de que él no busca ser la estrella de sus películas. No obstante, es importante destacar a Carrera como un realizador sin miedo a tocar fibras sensibles o de profundizar en lo grotesco y exhibirlo, como en este caso, así como tampoco se nubla con la preocupación de andar quedando bien con nadie. Él cuenta lo que quiere contar y eso me parece totalmente plausible.
Dicho esto y volviendo al tema de la fotografía, la cámara tampoco tiene miedo a moverse por todo el espacio, algo que pareciera ser rechazado por muchos realizadores mexicanos de la actualidad. La cámara apunta desde diversos ángulos a los personajes como las diferentes aristas que los vuelven complejos, dejando al descubierto sus diferentes caras y el claroscuro que cada uno de ellos va sacando a la luz al verbalizar sus secretos. Contreras y Orozco echan mano de paneos, travelings, dollys, primeros planos con grandes angulares, contrapicados casi nadir, planos detalle y diferentes técnicas -en ocasiones durante una misma escena- para nunca dejar a sus personajes con un sólo matiz e incluso para otorgarles el poder por encima de los demás.

A pesar de un inicio tedioso con diálogos acartonados que sobrepasan lo introductorio, una vez que la película detona, no para, y no puedo pensar en algún cabo que quede suelto. En una historia cuyos conflictos están latentemente relacionados con la sexualidad desde el inicio, si van surgiendo cuestionamientos o apareciendo situaciones que podrían caer en lo inverosímil, estas se resuelven de inmediato o durante un brutal tercer acto que resuelve toda aparente incongruencia y aprieta todas las tuercas flojas, inclusive las actorales.
Juan Manuel Bernal y Claudia Ramírez, una dupla tan bien conocida entre sí, sostienen gran parte de la película acompañados de Emilio Treviño como Juan Pablo Olmos y principalmente rematados por un trabajo bestial del actor chileno Luis Gnecco como el Doctor Olmos. Juan Manuel se va cimentando a lo largo de la película como un perverso confesor mientras sus motivos se van desenmascarando poco a poco hasta lograr un giro que Bernal protege y mantiene verosímil, hasta empático, en la concepción de su personaje.
Tengo que resaltar la grata presencia de Claudia Ramírez en pantalla en lo que parece ser su regreso gradual al cine mexicano después de El Club de los Idealistas (2020) y aquella opera prima que la convertiría en la estrella que hasta el día de hoy se apodera de la pantalla titulada Sólo con tu Pareja (1991). Claudia le da la estampa y el poderío necesario a Sara Olmos, una mujer controladora que es la verdadera cabeza de su familia y que también retrata una incómoda verdad sobre las mujeres en el campo laboral: no importa que seas la mejor en lo que haces, difícilmente reconocerán tu valor. Su pericia en el melodrama le brinda una reacción inmediata y genuina a su personaje a partir de la catástrofe, transformando principalmente el rostro que contagia la angustia de una madre preocupada sin perder la frialdad de una matriarca poseedora de uno de los momentos más aberrantes de la película en su voz. La experiencia converge con la frescura que trae Claudia Ramírez al cine mexicano de hoy en día.
A la par de las reacciones angustiadas de Claudia, está la culpa disfrazada del enojo de toda una vida por parte de Emilio Treviño, por lo que en un inicio me era difícil concebir a Luis Gnecco como un pusilánime de reacción automática a las órdenes de su amo; sin embargo, la adaptación de Alberto Chimal construye a los personajes en función de una psicología completamente justificada que vamos descubriendo poco a poco.

Confesiones es una película que no dejará indiferente al público, que provocará opiniones encontradas al detonar muchos triggers que podrían volver loca a la corrección política, pero es importante verla como la caricatura de los estereotipos y prejuicios aceptada por sus propios personajes, tal como se autodenomina Sara en la historia. La película funciona como una crítica social que incluso desenmascara a aquellos que se persignan encomendándose a Dios y portan medallitas divinas para resguardar un poco sus remordimientos. Lo más terrorífico, también en voz de Claudia Ramírez en un punto culminante de la película, es el darnos cuenta de que las élites y los círculos de poder siempre se van a cuidar las espaldas para no salir manchados del cochinero que seguramente tendrán que limpiar los menos afortunados. Al final, lo que siempre importa más, es la apariencia.
Anahí Vargas Carbajal es psicóloga de formación, cinéfila por vocación. Editora en Kinema Books. Autora de “The Shape of Water: Commentary on The Shape of Water” (2022) para Academic Medicine. Síguela en: https://twitter.com/justanahi
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