Por Ana Espinoza.
“Nuestra extinción cobra importancia cuando uno se sienta a ensayar. Porque irremediablemente uno se sienta, se detiene, deja de hacer cosas—entre ellas trabajar, comer mejor, ejercitarse—para poder sumergirse en sus propios pensamientos, aunque inevitablemente el cuerpo resienta cada minuto que pasa sentado. En las digresiones literalmente se nos va la vida.”
Un lienzo en blanco, posibilidades infinitas para que el artista desborde lo que le duele, asusta o simplemente lo que no pueda expresar con palabras. El pintor, entonces, es el intermediario entre la creatividad y su necesidad de declararse ante el mundo. Dará vida a lo que comenzó como una idea, que más tarde se convertirá en fuente de debate, de inspiración o de rechazo según la subjetividad humana lo permita. El ensayo es el lienzo blanco de los que todo el tiempo conciben ideas, de aquellos que son capaces de detonar los debates más cautivadores, de los que escriben porque lo necesitan y no por moda.
El ensayo relaciona esas ideas infinitas, explora más allá de lo evidente, reta a la reflexión y en el mejor de los casos, nos sumerge en un viaje introspectivo para cuestionarnos y tal vez, con algo de suerte, conocernos un poco mejor. Ese viaje resulta menos agobiante y solitario en Humanomáquina, donde a través de diez ensayos, divididos en dos secciones: Venir de afuera y Quedarse adentro, Diego Casas Fernández (Puebla, 1992) obtuvo el José Luis Martínez en 2021. El libro, con tintes autobiográficos que comencé a leer una mañana en el autobús confirma al ensayo como un género universal, pues a pesar de no vivir de la misma forma los inicios de la era tecnológica o los inicios del internet que el protagonista, su lenguaje sincero y a la vez, la relación simbiótica a lo cotidiano logra que te sientas como en una plática entre amigos en cualquier café aesthetic en el centro de la ciudad.

La intimidad como elemento de conexión es lo más sobresaliente de la obra, dicho elemento se muestra por primera vez cuando el protagonista comienza a crecer en medio de un entorno que poco a poco se va digitalizando más y más al punto de cuestionarse si nosotros somos los seres artificiales y las máquinas los reales. La pregunta trivial, pero reveladora que se hace es: ¿Yo soy un robot? De esa forma, se aborda un tema tan actual como urgente de discutir: ¿las máquinas piensan? Más allá de los estudios teóricos acerca de los avances tecnológicos, propongo cambiar la pregunta a: ¿las máquinas lograrán algún día sentir como los humanos? El protagonista es humano por consiguiente piensa y siente, pero a medida que empieza a crecer su relación con el ciberespacio, las salas de chat, la curiosidad que desata la palabra sexualidad y la vida de Alan Turing lo llevan a pensar y sentir la ausencia de su padre, al mismo tiempo que experimenta los primeros acercamientos a la tecnología, hoy tan cotidiana para las generaciones actuales. Como si de confesiones íntimas se tratara, el punto de partida es la falta de un padre que seguramente hoy está tan inmerso frente a una pantalla como la mayoría de nosotros, ¿lo extraordinario? que está narrado de manera brutal:
“Como en todo terreno que sirvió alguna vez de escenario para batallas campales en nuestra contra, hallaremos en nuestra historia personal una que otra granada que nos explote en la mano. Más o menos como ocurre en una sesión de psicoanálisis”
El anterior fragmento, confieso, fue tema de debate en una sesión de psicoterapia personal. Al leerlo en voz alta a mi psicóloga ella aplaudió y manifestó admiración al autor de tremenda joya. No es para menos, de ser ciber sexualmente activo a ser un hombre desnudo, pero transparente que logra abrirse frente a su terapeuta para hablar de la ausencia paterna es que el narrador entra en los lectores, pues nos incita a reflexionar acerca de nuestros padres y lo vulnerables o desnudos que podemos estar frente a desconocidos cuando hablamos de la relación con ellos. Desde entonces, el viaje del protagonista cita a diferentes personalidades del mundo científico y filosófico, pasando de la precariedad laboral, a la relación extraña pero amorosa con su madre y por supuesto a la relación del cuerpo con la escritura.
Narrado con un lenguaje honesto, original y valiente, Casas Fernández nos cuenta en anécdotas típicas de un adulto joven, lo preocupante que resulta el futuro de la humanidad ante la ola de chatbots, IA, robots haciendo nuestros trabajos en empresas multinacionales o laptops diseñadas para ser desechables y reemplazadas en cuestión de horas después del primer fallo. Sin duda, al leer el libro uno termina preguntándose qué será de nosotros en un mundo donde las conversaciones por teléfono son cada vez menos frecuentes y los vínculos afectivos se dan más a través de una pantalla que en los parques como la mayoría de nuestros padres se conocieron. La inteligencia artificial hará más sencillo hablar con nuestro refrigerador, que saludar a nuestros hijos. Incluso algunos científicos son escépticos con las “maravillas” que plantea para el futuro la IA, uno de ellos es Pablo Gervás, director del grupo de investigación en Interacción Natural basada en el Lenguaje y el Instituto de Tecnología del Conocimiento de la Universidad Complutense de Madrid que comenta:
«Además, ni siquiera sabemos qué es ser inteligente. A lo mejor le pusimos mal el nombre porque llamarle ‘inteligencia es muy engañoso”.
Lo peligroso de la Inteligencia Artificial no es nombrarla igual que a una capacidad humana, como hasta ahora ha sucedido. Lo peligroso quizás es la «deshumanización» a la que ésta pretende arrastrarnos. Por sí sola, la tecnología ya nos ha absorbido demasiado tiempo de nuestras vidas. Hoy la vivimos con un teléfono «inteligente» en la mano todo el día, por eso, cuando el metaverso sea más presente como nuestro entorno frecuente en lugar de la oficina típica es que dejaremos de ser víctimas de los jefes burgueses que no saludan a sus empleados por sostener su vaso de Starbucks, o simplemente nos perderemos de las relaciones interpersonales que surjan desde nuestros cubículos, pues cuando seamos reemplazados por robots ya no habrá necesidad de hacer amigos en el trabajo. La pérdida del contacto humano, la evasión de la realidad, cambiar lo cotidiano como leer y hacer un resumen por ingresar a una IA y obtener dicha síntesis de una obra que aún no es escrita en cuestión de minutos, eliminar los padecimientos del escritor, aquellos en los que deje de sufrir con el cuerpo lo que desea expresar gracias a que una App podrá escribir el próximo Nobel sin proceso creativo de por medio, eliminará el soplo de las musas y así, sin pedir prestadas las palabras para crear literatura nos quedaremos sin esas cosas sólo por ser sustituidos por las máquinas. En parte la IA, es la propuesta de abandonar lo que hasta hoy nos había hecho humanos.
“La literatura, como la vida, está llena de herencias decisivas, repeticiones de un mismo sentimiento, copias en busca del original. Por eso (re) escribimos: para sentirnos menos solos”
Humanomáquina definitivamente nos saca de nuestra de zona de confort, propone hacernos a un lado de discursos adoptados por quedar bien o de conceptos que a la sociedad moderna le encanta repetir. Por ejemplo, el de la empatía que va más allá del famosísimo «ponerse en los zapatos del otro». Valientemente el autor se revela y explica que, al ponernos en el lugar del otro, abandonamos el propio para desplazar a la otra persona y excluirla sin el menor remordimiento. El hecho de plantear perspectivas que el mundo no es capaz de pensar hoy resulta fascinante, pues no sólo son ensayos en donde el autor expone las ideas que se le ocurrieron un domingo por la mañana, sino que invita a investigar más, a que uno se haga cincuenta preguntas más de las que el protagonista se hace y por su puesto a discernir con lo leído. Todo esto cada vez menos frecuente en los humanos, pues a la IA sólo le falta eso: formar su propio criterio.

No puedo dejar de aplaudir los guiños a la escritura como necesidad humana más que como un trabajo. El autor nos voltea a ver con cierta compasión a los que somos víctimas de las «horas nalga» y nos dice: Tranquilos, no están solos (seguido de un emoji de corazón). Nos abraza a pesar de los copypaste, de los dolores de espalda tras horas frente a la pantalla, no idealiza a la inspiración romantizada del creador de historias, quita esa presión de ser «inéditos» y nos presta palabras ya escritas. Nos da permiso de emular (o sea, copiar, pero suena más bonito el tecnicismo) el arte que ya fue creado por otros anteriormente. Es como la mamá buena onda que no nos presiona, nos convence de soltar la ansiedad de ser los “mejores escritores” para limitarse a decir: Escriban, y ya. Humanomáquina es una carta de amor a la escritura, lejos de expectativas y clichés para los que gozamos de guardar varias versiones de un mismo texto o de reescribirlo ochenta y cuatro veces para sentirnos menos solos. Es el libro ideal para traer en el bolsillo pues su tamaño ligero, amenidad en el lenguaje y prosa amistosa lo hacen perfecto para comenzar a leerlo un martes en la sala de espera del dentista y no soltarlo hasta terminarlo. Aunque, debo advertir que uno terminará con más preguntas que al inicio, pero vamos…un libro que no te lleva a pensar ¿es un buen libro?
Humanomáquina – Casas Fernández, Diego
Idioma: ESPAÑOL
Editorial: FONDO DE CULTURA ECONÓMICA (FCE)
Año de edición: 2022
Colección: TIERRA ADENTRO
Área temática: LITERATURA
Ana Espinoza (Puebla, México, 1998) es Licenciada en Administración de empresas por convicción, cinéfila por afición y escritora por puro amor. Ha incursionado en diversos géneros literarios, principalmente en narrativa a través de cuentos, ensayos y reseñas. La pasión por el séptimo arte la descubrió en años recientes como herencia de su madre, convirtiéndose en fan, especialmente del cine mexicano.
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