Revivió el cine. Había olvidado lo que se sentía estar frente a la gran pantalla, que dicho sea de paso hace apología a su propio nombre más por la grandeza que evoca en cada lágrima derramada y en cada brillo que emana de los ojos cuando, boquiabierto, te enfrentas de primer plano en lo que no puede ser descrito de otra manera que no sea la magia invicta en el acto mismo de la existencia. Eso es el cine, por eso es “grande”, porque captura en vida la esencia pura del existir. Captura a la vida. Y creo que no hay nada más hermoso que ser testigo de la magnitud inconmensurable de enfrentarse a la magia de la vida, que no es otra que la inequívoca existencia. Incuestionable, irrevocable, irreversible, infinita, innegable, inefable, imposible, infaltable. Ir al cine es eso: encontrarse cara a cara con la naturaleza sustancial de nuestro existir. Como escuchar a Mozart o leer a Joyce. El certero hecho de lo que existe -que casi siempre optamos por olvidar o, peor aún, pretender no comprender, cuestionar- se hace innegociable en tanto es poderosamente evidente aquella fuerza natural que emana, casi tangible. Se hace, pues, presente.
No es coincidencia que lo que existe (el existir) aparece fenomenalmente con el cine. Nada tan indiscutible puede ser coincidencia. La materialización de esa belleza objetivamente intrincada en el existir reniega de cualquier aleatoriedad y se convierte así en hecho eternamente intransmutable. Lo que percibimos como una acumulación de factores meticulosamente compuestos para conducirnos hacia una concepción de lo que llamamos “obra de arte” (en este caso, el cine), es en sí una declaración manifiesta de la existencia de la magia. Si lo bello alguna vez llegó a su apogeo en la magnificencia de la idea, con el cine encuentra su pulsación material en la imagen y el sonido. Que, por cierto, se construyen indeleblemente en la hermosísima The Brutalist.

La delicadeza con la que este film habla de sí mismo, es decir, de lo bello (pues, como toda gran obra, su belleza radica en la manifestación puramente metafísica de su lenguaje), es solo comparable con el aura que emana la sombra de un viejo árbol o la calma del pescador. Es tan riguroso su detalle que hasta la más leve sintonía está justificada en su existencia. Y a la vez es lo que la hace tan cruel. Lo que sucede en The Brutalist, como bien sugiere el nombre, es realmente doloroso. La brutalidad con la que pretende quebrantar el espíritu humano resulta profundamente desgarradora en tanto más desesperanzada. Lo curioso es que, ahí mismo, ahí donde la historia se construye en rigor de la desolación, brota impunemente la inquebrantable belleza. Los 214 minutos que dura esta película son una carta de amor al propio cine. El despliegue técnico y sensorial hacen de esta obra un cortejo de la más fina naturaleza. Es un juego, un baile, una cordialidad.
Si la actuación de Brody es ya un tema para estudio, mucho más lo es la construcción de ese personaje al que le da vida: el señor Lázsló Toth. Aun así, inclusive cuando no puedo calificar el papel actoral con otro adjetivo que no sea “brillante”, la desesperación irrigada en el rostro vencido del arquitecto se rinde indefectiblemente ante la majestuosidad de su imagen, de su puesta en escena y de esa banda sonora que parece completar la película en un «todo» capaz de exponer ante sí misma la vertiginosidad estética. Pues, a manera de metalenguaje, la edificación aquella a la que László Toth le dedica toda su miserable vida americana, sirve como metáfora no solo de irónica victoria de su espíritu sobre el final, sino del vértigo que produce enfrentarse a una obra de irremediable y fatídica belleza. The Brutalist es, sin lugar a dudas, ese templo que queda invicto frente a la ignorancia, donde la sepulta para siempre y se estructuran los cimientos sobre los que descansa la inquebrantable magia del existir.

De niño yo iba mucho al cine. Mis padres me lo enseñaron y, con eso, me lo mostraron todo. Hacía tiempo que dejé de ir. Quizá porque mi amor pasó a la televisión seriada o porque, de manera muy triste, sentía que la sala del cine ya no tenía nada que ofrecer. Solo ahora puedo ver lo absurdamente equivocado que estaba. Retornar a ese lugar donde la existencia -la mía- se disolvía frente a la posibilidad de una otredad fue motivo de la existencia de este texto. Más aún porque esa disolución de mi existencia era, al mismo tiempo, su reafirmación como la mía. Poder estar de nuevo frente a la gran pantalla me devolvió aquella mirada incrédula que creí haber perdido para siempre. Anonadado, espectaba vívidamente la majestuosidad del cine -esta vez, transformada en el film de Corbet- con la misma pasión y amor que alguna vez me hicieron sentir que estaba vivo. Al salir de aquella sala en Barcelona, 214 minutos más tarde, la vida se me había devuelto en un acto de caridad. Para cuando quise darme cuenta, supe que jamás se me perdió. Aún sigo siendo aquel niño que veía con esperanzas el futuro y proyectaba en la pantalla los deseos de su propio existir. ¡Qué placer poder amar al cine!
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