Defensa por la objetividad de la experiencia artística

Vengo aquí a exponer, como claramente manifiesto en el título de este escrito, mi defensa por lo que considero que la experiencia artística (y, así, todo arte y toda obra) es en sí misma -y más allá de su subjetividad- un fenómeno objetivo; real. Por más absurdamente contradictorio que pueda parecer el uso del término «experiencia» para muchos, mi argumento se basa en que dicha experiencia individual es, en todo caso, ajena al individuo y, por tanto, irrelevante en cuanto a su individualidad. Es decir, cae en importancia el hecho de la existencia de la experiencia como tal y no, entonces, la individualidad de la misma. Siendo más claros, para evitar enredarnos, da lo mismo que Fulano y Sultano hayan o no hayan tenido una experiencia frente a una obra o, de igual manera, que esa experiencia haya sido distinta. Pues, en cuanto refiere al enfrentamiento con una obra causante de su desenvoltura espiritual por su propia aura artística, la existencia de dicha aura que emana de la obra -sea cual sea- es lo que la convierte en objetiva.

Lo escrito, escrito está. Lo que ha de decirse y así se dijo, se dijo así. Como comprendí de las palabras de un querido familiar mío, a quién admiro y aprecio ad infinitum: «lo que es, es. Y lo que no es, no es». No hay dónde perderse, pues lo que es, así es. Y lo que no es, también. Lo certero, lo real, lo verdadero encuentra su forma en la sensorialidad expulsada del arte que, por ser sensorial, pereció en el laberinto de lo individual. Mas reniego yo de aquello. Reniego de la incesante necedad de incrustar al individuo en el eje de la verificación de la existencia. Reniego del que escucha caer el árbol y del que afirma que jamás cayó por nunca haberlo escuchado. Pues la caída del árbol, tanto como la erupción volcánica del magma sensorial que desborda la mística y la magia de lo artístico dando forma a la pompeica belleza, son fenómenos que existen en rigor de su existencia, ajenos a toda burda verificación de quien no cree en lo que no ve.

Si yo pregunto: ¿existe el arte? Me dirán muchos que sí. Me dirán muchos que no, quizá. Algunos otros, ebrios de filosofía y duda, me dirán que no lo sé. Pero, y si yo pregunto: ¿existe el libro? ¿Existe el cuadro? ¿El edificio? ¿La celulosa? ¿La partitura? Dirán todos «sí, existe, es indudable, está ahí, lo toco y lo veo». Es un objeto. Y, entonces, ¿qué es el arte? No es el libro, el papel, la tinta, el aparato, la techne. Es el sustrato espiritual que emana del objeto y, al desprenderse, cobra vida en un voraz quehacer mágico que lo convierte a sí mismo en otro objeto. Uno que no se puede ver, no se puede tocar, no se puede oler. Y sin embargo sí se puede tocar, y se puede oler, y se puede ver. Se puede sentir. Te retuerce las entrañas, te cristaliza el movimiento, te ebulle la sangre. Los gusanos se te meten por los ojos y lloras… Lloras y las lágrimas se caen y los ojos se queman y los quejidos te atormentan y el pecho se tensa. Explotas, te estrujas, te caes, te callas. Respiras. «Y ya no fue. Ya no fue… Y ahora, era otra vez».

El arte es un objeto; y como objeto es una cosa; y como cosa tiene coseidad; y en su coseidad se encuentra su existencia. Libre, ajena, inabarcable. Es un conjunto de elementos que se han seleccionado con sumo cuidado para encontrarse de manera prodigiosa y, en esa combinación, dar vida a la vida. No es una aleatoriedad. Y, en cualquier caso, da lo mismo que lo sea. Es el infinito. La infinidad propuesta por la creatividad. La existencia como testigo de la existencia. Piénsese en las posibilidades. Piénsese en el número posible de combinaciones de palabras, figuras literarias, imaginarios que pueden realizarse: infinitos. Y, aún así, una de ellas dió vida al Quijote; otra a Cien años de soledad; otra a La Odisea. Negar su belleza (por incomprensión o falta de compromiso, qué más da) se torna insignificante en cuanto el peso gravitacional de su existencia atrae violentamente.

El acto comunicativo se trasluce en la existencia de la sensorialidad pasional del arte. Tres elementos -el recipiente (el objeto físico), la cosa (el objeto sensorial) y el significado (la manifestación comunicativa de la cosa)- conjeturan la objetividad de la experiencia. Su existencia como arte de magia, como forma de vida independiente. Es así como se solidifica a sí misma en cuanto a su diferencia con el otro: el individuo, quien la experimenta (o no). De repente, es. Es y ya fue. Ahora existe, como existen tantas otras cosas. Clara, inteligible, veraz. El árbol cayó, ¿lo escuchaste?


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