Bien, mal y todo lo que Wicked deja en duda

Con cierta frecuencia, cuando escribo sobre una película que a simple vista parece ser solo otra entrega de franquicia taquillera, es cuando más ganas me dan de escarbar y ratonear en el análisis. Me cuesta un poco cuando se trata de musicales -no soy especialmente fan- salvo contadas excepciones como Chicago de Rob Marshall (2002) o  Moulin Rouge! de Baz Luhrmann (2001). Pero la primera parte de Wicked me llamó mucho la atención. Así que cuando Andes Films y Lola Group me enviaron la invitación para la avant premiere de la segunda entrega, no dudé en ir.

Me gustó mucho, y voy a empezar diciendo eso, para que vayan a verla al cine, porque es una película para verse en cine. Ahora sí, paso a hablar de mi lectura, que coincide y discrepa con varios de los análisis que circulan sobre ella. El Mago de Oz es una de mis películas favoritas de toda la vida. Es más, le tengo un cariño tan profundo que cuando salió la primera parte de Wicked, me negué a verla en cine. Después la vi en formato doméstico -porque siempre veo todas las películas nominadas al Oscar- y me sorprendí enormemente. Hasta lloré.

Wicked no carga solo la memoria de su primera entrega sino también la sombra inevitable de El mago de Oz de 1939. Y lo fascinante es que, lejos de apoyarse únicamente en la nostalgia, la película decide tensar ese hilo que une ambas historias para preguntarse -sin disimulo- qué significa realmente ser “buena” o “mala” cuando el mundo ya decidió por ti.

Porque ahí está el núcleo emocional de todo esto: la dicotomía moral. Elphaba no es mala, pero el mundo la necesita como antagonista. Glinda no es necesariamente buena, pero su imagen pública la empuja a serlo hasta el sacrificio. Una quiere salvar; la otra quiere sostener. Una desafía abiertamente el poder; la otra se convierte, sin quererlo, en su cara amable. Ambas pagan un precio. Ambas son heroínas y cómplices. Ambas son, al mismo tiempo, espejos y deformaciones de la otra.

En este punto, la reinterpretación de la heroicidad es clave. El film insiste -sin necesidad de convertirlo en discurso- en derrumbar la dicotomía clásica de héroes luminosos vs. villanos oscuros. Nos recuerda algo muy Ralph el Demoledor: “Yo soy malo, y eso es bueno”. No como aceptación resignada, sino como declaración de libertad. Porque Elphaba no se proclama villana; se reconoce distinta. Y en un mundo que recompensa la obediencia, esa diferencia luce peligrosa.

Glinda, por su parte, carga con el peso del brillo: su “bondad” institucionalizada es un disfraz tan rígido que, por momentos, la vemos quebrarse bajo su propio resplandor. Y es en esos resquicios donde el público puede intuir que ambas -la verde y la rosada- están atrapadas en un tablero que no definieron. Ese es el mérito político de la película: mostrar que la sororidad no es un mapa inocente, sino un campo minado donde conviven la empatía y los mecanismos de dominación.

Ninguna de las dos encaja en la narrativa tradicional del héroe o del villano. Y ahí For Good propone algo más radical: Elphaba convierte la etiqueta de “mala” en un acto de resistencia. Ser nombrada así le da una libertad que Glinda jamás ha conocido: la de no rendir cuentas a nadie más que a su propia ética. Es la “obstinación” de la que hablaba Herman Hesse: seguir una voz interna aunque el mundo quiera silenciarla. En ese gesto, la película subvierte por completo el arquetipo clásico y la supuesta villanía se transforma en autonomía.

Lo hermoso es que la película entiende que el arquetipo del “bien” asociado a la mujer -la luminosidad, la suavidad, la corrección- no es una esencia, sino un rol aprendido. Y que la supuesta “maldad” también es un traje impuesto, uno que a Elphaba le queda tan mal como el prejuicio que se intenta reforzar. Esa complejidad, tan pocas veces explorada en narrativas de amistad femenina, convierte a For Good en algo más que una secuela: la vuelve un estudio íntimo sobre cómo dos mujeres pueden sostenerse y lastimarse al mismo tiempo; sobre cómo incluso el afecto más genuino puede quedar atrapado entre las expectativas de un mundo que necesita dividirlas en “buena” y “mala” para poder entenderlas.

El cruce con El mago de Oz se vuelve especialmente jugoso en esta entrega. No solo porque nos lleva de vuelta a ese universo icónico, sino porque se detiene a reescribir los orígenes de personajes que creíamos conocer de memoria. De pronto, el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León aparecen no como caricaturas bondadosas sino como piezas dentro de un engranaje político y emocional mucho más complejo.

Sus historias, vistas desde la perspectiva de Wicked, se vuelven pequeñas tragedias: cada uno es moldeado, involuntariamente, por decisiones ajenas… y, en más de un caso, decisiones directa o indirectamente, ligadas a Elphaba. Y aquí la película lanza una provocación hermosa: ¿qué pasa cuando los “compañeros de Dorothy” dejan de ser trofeos narrativos y se revelan como consecuencias humanas del caos que precede a la leyenda?

La película logra algo extraño: hace que revisitemos mentalmente la primera parte y, a la vez, reinterpretemos El mago de Oz desde una mirada más adulta, menos ingenua, más consciente de que toda la historia tiene versiones, silencios y víctimas colaterales. De repente, aquello que dabas por sentado -la villanía, la bondad, los héroes de paja, metal o coraje- se vuelve terreno velado.

En lo visual el director Jon M. Chu juega abiertamente con el artificio: saturación de colores, escenografías voluptuosas, una puesta en escena que a ratos deslumbra y luego abruma. Esa exuberancia musical es su sello, pero también su riesgo: hay momentos en los que la emoción parece quedar atrapada bajo el espectáculo. Y, sin embargo, cuando la cámara se detiene en un primer plano honesto -una mirada cansada de Glinda, un temblor apenas visible en la voz de Elphaba-, la película recupera su intimidad más pura.

Si saliste del cine pensando que habías entendido del todo lo que esta película quiere decir, te invito a verla de nuevo desde otro lugar. Dale una segunda vuelta a las miradas entre Glinda y Elphaba, a los silencios del Mago, a los encuentros fortuitos que, ahora lo sabés, no eran tan fortuitos. Permítete sospechar, mirar más allá de lo evidente. Permítete incomodarte.

Porque Wicked: For Good no solo continúa una historia sino que la desarma, la cuestiona y la devuelve más viva, más ambigua y más nuestra. Y esa ambigüedad -incómoda y brillante- es, quizás, su hechizo más poderoso.


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