El color en el cine es sólo uno de los tantos elementos formales que debe armonizarse con otros para llevar a la pantalla una historia sólida y consistente. Sin embargo, todos y cada uno de estos elementos desarrollan una función particular en las películas que es digna de analizarse también por separado en términos del filme mismo y más allá de él. Durante mucho tiempo, en diferentes tradiciones fílmicas -aquí nos interesa la común e irónicamente ambigua llamada “hollywoodense”- se han reproducido estereotipos sobre cómo son aquellas personas o lugares, esos <<otros>> que no son Estados Unidos, o bien, países denominados “primer mundo” (desarrollados o centrales, dependiendo a qué teoría económica te adscribas) y que, aunque son generalizaciones en sí mismas igual de engañosas, es un hecho que se hace de ellas un discurso común. México ha sido precisamente aquel territorio inhóspito que solemos ver detrás del filtro sepia de algunos fotógrafos y directores extranjeros reconocidos que, consciente e inconscientemente hacen de él un lugar pesadillesco y violento del cual hay que alejarse o aquel que debe ser salvado, evidentemente, por sus dignos representantes a la James Bond.
Es en ese sentido como Traffic (2000) una película de producción estadounidense-alemana dirigida por el fotógrafo, editor, guionista y productor Steven Soderbergh ejemplifica que a partir de la narrativa y el factor color se pueden trazar pequeños caminos sobre cómo un extranjero ve un país que le resulta ajeno. Esta es una película que a la par de la reconocida Amores Perros de Iñarritu (cuyo estreno se diferenció sólo por algunos meses) nos sumerge en un caleidoscopio narrativo de 3 microhistorias separadas que, inevitablemente, se tocarán en diversos puntos: tanto entre sus situaciones, como entre sus personajes. Grosso modo, el filme de Soderbergh tiene el gran acierto de plantear el mundo de las drogas como un ente complejo, cuyos eslabones (¿responsables?) que lo conforman son diversos y van desde los propios dealers, pasando por políticos y autoridades corruptas, hasta los sujetos cuyas decisiones a nivel individual, familiar y social los orillan al consumo que confirma que la oferta y la demanda no pueden existir una sin la otra.
Vemos entonces al juez Wakefield a quien el presidente de los Estados Unidos delega la responsabilidad de combatir y declarar la lucha contra el narco, cuyas fortalezas se encuentran en Tijuana, mientras irónicamente debe lidiar con la adicción de su hija de 16 años y un matrimonio que parece desgastarse cada vez más. Hilándose también con la historia de dos policías en la frontera mexicana que comenzarán su propia lucha contra el crimen, al mismo tiempo que se enredan en problemas con los cárteles y el ejército mexicano que, sin fallarle a la realidad, demuestra su colusión. Finalmente para amarrar el drama, la aclamada Catherine Zeta-Jones nos regala a la esposa que descubrirá la identidad de su marido como líder traficante sometido a un proceso penal que hará lo que sea necesario para retomar su propia vida y la de sus hijos.
No es casualidad que el tema general sea el tráfico de drogas entre cárteles mexicanos, pues desde hace un par de décadas parecen ser las historias más redituables para contar si de Latinoamérica se trata, pues “en el periodo de 2000-2011, el interés en filmar cintas sobre Tijuana ha sido el más alto en toda la historia |…| las temáticas se han diversificado, aunque la mayor parte de las películas de este periodo se refieren al tema del narcotráfico y los crímenes en general” (Zavala, 2014). Por supuesto que Traffic no está exenta de esta necesidad por retratar la violencia, el narco y un país que es tan aterrador como desconocido. Es posible encontrar pistas por el tratamiento que el director le da al color en la película, que, a mi parecer, opera en al menos dos sentidos. Por un lado, el color puede acompañar a la historia; es decir, los colores presentes en la imagen pueden corresponder simple y sencillamente a los objetos que representan sin darles mayor simbolismo: el florero es blanco, porque ese es su color y no porque muestre algo significativo para la historia; como es el caso de la “realidad” de la esposa de la película, pues vemos que no hay un filtro en las imágenes correspondientes a esa subnarración y si hay una toma general de la mujer en un parque, podemos apreciar el color verde de los árboles o el naranja de los juegos infantiles sin someterlo a discusión.
Es importante aclarar que además está ambientada en California, por ende, el mensaje que recibimos es también que ese lugar se puede ver de manera clara, colorida, sin ningún filtro; ese es parte del mundo “normal” y “armónico” que todos damos por hecho. Pero, por otro lado, el color puede comentar la historia, y caso contrario, simbolizar todas las secuencias de otra microhistoria, pues si todo es azul como en las escenas que responden a la historia del juez Wakefield ambientada en Ohio o Washington DC, hay una intención que se dirige al espectador; esto no quiere decir que filmar California bajo colores “realistas” no la tenga, pero el tratamiento es ligeramente diferente. Quizá Soderbergh decide manejar sus historias con base en tres colores específicos para que puedan estructurarse coherentemente, de manera que las haga radicales y, por ende, puedan ser identificables para quien mira la película, aunque como enfatizo al inicio, los elementos de la película como el color pueden significar algo más allá de la pantalla o la propia imagen fílmica. No parece azaroso que veamos a Tijuana (como cualquier otro lugar de Latinoamérica) retratada bajo un filtro verdoso-amarillento o sepia que nos traslada a un lugar decadente, pobre y por demás peligroso.



Desde las primeras dos secuencias de Traffic vemos el contraste entre dos ciudades que son totalmente diferentes y el color amarillo con luz sobreexpuesta y calor abrazador de Tijuana sólo nos remite a encontrarnos con el mismo infierno que pareciera ser vivir ahí. Consecuentemente, las únicas escenas de ciudades como California u Ohio que se acercan a los colores usados para Tijuana son los que pertenecen a una conversación entre la esposa del líder traficante en una prisión de EUA y un bar gay donde los policías buscan a un asesino a sueldo que les servirá como informante; de modo que en el territorio estadounidense, los lugares que representan violencia o peligro también se retratan con el mismo color que a México y si la intención es mostrar ambas cosas, mientras los matones mexicanos frecuentan lugares de mala muerte, los traficantes gringos son atrapados en medio de la comodidad de su casa, porque así nos vemos obligados a ver a los delincuentes de cuello blanco, muy distintos a los delincuentes marginales mexicanos.
Así pues, la manera en la que se retrata un país o personajes con una determinada nacionalidad o rasgos culturales podrá demostrar al mismo tiempo las ideas que se producen y reproducen de ellos en el imaginario colectivo. Tijuana termina siendo el modelo perfecto de la visión que sectores de Estados Unidos (y muchos más) crean sobre todo y todos aquellos que no habitan “su territorio”, pues aquí es la frontera quien marca los límites entre aquel mundo azul o de colores brillantes de las ciudades gringas, frente al mundo que es desolador, sombrío o exótico. Preocupante, pero no extraño podría ser el hecho de que detrás del filtro de color encontremos las dicotomías decimonónicas de la civilización/barbarie que desencadenan otras como el desarrollo/subdesarrollo, la evolución/retraso que tanto nos han costado disipar.
Y ojo, esa necesidad antropológica (mal encaminada) por retratar a “los otros” no se reduce a EUA, y si durante la llamada época de oro del cine mexicano se forjaron fuertes estereotipos del México folclórico, de la mujer cabaretera o el indígena infantilizado eran precisamente los grandes estudios cinematográficos quienes financiaban las películas, cuyos costos eran elevados y se dirigían por un interés más comercial (De la Peña, 2014) no resulta extraño que con más tierra de por medio, tales monolitos de la otredad se sigan construyendo.
Bibliografía:
DE LA PEÑA, Francisco (2014). La imagen del otro en el cine independiente. Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad: por un análisis antropológico del cine. Editorial Navarra, México.
ZAVALA, Lauro (2014). Entre atracción y repulsión. Tijuana representada en el cine. Universidad Autónoma de Baja California, México.
Fernanda Rojas estudió la licenciatura en Etnología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Sus líneas de investigación son la Antropología del trabajo, Estudios laborales y de Desigualdad económica. Se ha desarrollado como profesora adjunta en cursos como «Cultura y Trabajo: una perspectiva antropológica» en dicha institución. A la par otro de sus intereses es el cine y ha laborado como asistente de Sonido Directo para la producción audiovisual; así como organizadora y Coordinadora de comunicación en Sala Gámez, un espacio alternativo para la proyección, difusión y reflexión del cine latinoamericano en toda su complejidad, con sede en Ciudad de México. Síguela en Instagram, aquí.
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