El poema In the mood for love se despliega como una meditación íntima sobre la espera, el deseo y la memoria corporal, en diálogo directo con la estética cinematográfica de Wong Kar-wai. Desde el título, que recupera la célebre película de 2000, la voz poética abre un marco intermedial: no se limita a evocar imágenes propias, sino que convoca un universo ya habitado por la cámara y la atmósfera del cine. La textura del poema remite, así, a una doble experiencia: la de leer y la de mirar, como si la escritura se sostuviera en un montaje sensorial.
El texto apuesta por una poética de la contención, de la lentitud y del fetichismo de los gestos mínimos, marcas inconfundibles del director hongkonés: la lluvia, los pasillos, el roce delicado, la espera prolongada. Desde allí, el poema se apropia de una cinematografía de lo íntimo: planos cerrados, texturas, sonido ambiente. No estamos frente a un simple guiño cultural, sino frente a una clave de lectura. Wong Kar-Wai -maestro en crear atmósferas densas y silencios que pesan más que cualquier diálogo- se convierte en un interlocutor invisible. El poema exige ser leído como cine: en secuencias, en encuadres, en la respiración misma de los gestos.

De este modo, leer el poema es como internarse en una película personalísima, donde la cámara se demora en los detalles: la mano que escribe y se equivoca, el beso en la sien, la madera vieja, el sonido del cuchillo al partir una manzana. Cada imagen se sostiene con la precisión de un plano cinematográfico, la mirada poética funciona como una cámara que registra lo cotidiano con una intensidad inesperada. No hay estridencia; todo se mueve en la cadencia de lo sutil. Esa elección de imágenes construye un tono confesional, una voz que se sabe vulnerable, pero nunca derrotada.
Una voz de la intimidad contenida
El poema abre con una escena que parece sencilla, pero que ya instala toda su lógica: “Cuando mi mano escribe / y todo le sale mal, / imagino que vendrás”. No se trata solo de un error al escribir; es la confesión de un fracaso íntimo que inmediatamente se transforma en refugio imaginado. La voz oscila entre lo que no funciona en lo real y la esperanza que se activa en la fantasía. Esa oscilación recuerda la manera en que Wong Kar-Wai filma la espera: personajes que no alcanzan lo que desean, pero que en los intersticios de lo cotidiano fabrican pequeñas escenas de consuelo.

La voz poética se declara pronto: “No soy una mujer ruidosa”. Ese silencio, lejos de ser un vacío, se vuelve un recurso expresivo. Como en el cine de Kar-wai, donde un pasillo en penumbras puede decir más que un diálogo, aquí callar no significa ausencia de palabras, sino condensación. La intimidad se construye en ese margen de contención: el deseo no se grita, se murmura. Y en esa elección estética hay un acto de resistencia: decir lo mínimo para cargarlo de sentido.
Mano a mano: Imágenes táctiles y memoria del cuerpo
A medida que avanza, el poema despliega una puesta en escena donde el cuerpo es protagonista. La tactilidad organiza el deseo: “posarás tu mano en mi hombro”, “me darás un beso en la cabeza, / otro en la sien”. El gesto no es espectacular, sino mínimo. En lugar del clímax, se apuesta por la tensión de lo pequeño, con los planos cerrados que fijan la cámara en un roce de tela, un hombro que tiembla. El deseo se vuelve visible en esas zonas ínfimas.
Pero no todo se queda en la superficie: aparece también la memoria del cuerpo. “Un músculo secreto en mí ensaya desde hace años / cómo sostener tu voz, / el peso de tu cuerpo”. La metáfora es contundente: el cuerpo no espera de manera pasiva, si no que se ejercita, se entrena para lo que aún no llega. Como un actor que repite fuera de escena, la voz poética convierte la espera en disciplina.

La dimensión sonora refuerza este registro: sostener una voz no es solo escucharla, sino dejarla vibrar adentro. La fenomenología ya advertía que el oído es un sentido de interioridad, porque lo escuchado resuena en nosotros y el sonido del otro puede ser tan encarnado como su peso. En el poema, esa resonancia se vuelve cuidado: el cuerpo se prepara no solo para el contacto físico, sino para hospedar la voz del otro. Y ese gesto convierte el deseo en un territorio compartido, aunque el encuentro no ocurra todavía.
El baile: torpeza y deseo compartido
El motivo del baile aparece como metáfora central del encuentro amoroso: “Ensayo también el paso en falso de quien no sabe bailar. / Porque estoy segura: no sabemos bailar, y aun así nos encanta”. Este gesto poético no idealiza la armonía de los cuerpos, sino que afirma la imperfección como condición del vínculo. El “paso en falso” deja de ser un error para convertirse en el signo mismo de un estar-juntos: la torpeza compartida funda la complicidad.
La poética que se configura aquí es la de la vulnerabilidad expuesta: la pareja no se sostiene en la destreza, sino en la aceptación mutua de la falla. Desde la perspectiva cinematográfica, esta torpeza remite inevitablemente a la obra de Wong Kar-wai, cuyas escenas de encuentros furtivos —en pasillos, cocinas o escaleras— están siempre marcadas por movimientos desacompasados, silencios prolongados y gestos mínimos que nunca alcanzan una sincronía perfecta. El “baile” en el poema no alude a la danza literal, sino a esa coreografía imperfecta que el deseo inventa en cada roce, un movimiento precario que, sin embargo, produce intensidad.
La espacialidad como escenografía: casa, objetos y espera
La segunda gran apuesta del poema es la construcción de un espacio doméstico que se convierte en escenario de la espera: “Barro la casa, recojo los zapatos desperdigados en la sala. / son cuatro pares que esperan como testigos mudos”. La imagen convierte la acción cotidiana en ritual: limpiar, ordenar, preparar la casa no es simple tarea doméstica, sino liturgia del deseo.
Los objetos se cargan de simbolismo. Los zapatos dispersos son presencias fantasmales, restos de cuerpos ausentes, figurantes de una escena en la que todavía falta el protagonista. En su mudez, atestiguan una temporalidad suspendida, un amor aún por llegar. La casa, entonces, no es mero telón de fondo: es memoria, refugio y trinchera; ese espacio íntimo atravesado por la expectativa.

En términos cinematográficos, el poema parece preparar una escenografía para una película no filmada. El espacio está dispuesto con una precisión que recuerda al encuadre deliberado de Wong Kar-wai: cada objeto adquiere densidad simbólica y cada rincón es susceptible de ser iluminado por una cámara que hace visible lo que normalmente queda en segundo plano.
La irrupción de la ventana abierta introduce la permeabilidad entre lo íntimo y lo exterior: “por si llegas con viento”. Ese viento como presencia invisible, prepara la llegada del amado con una fuerza heroica. La metáfora de la montaña que emerge, irrumpe en un crescendo visual que rompe el tono íntimo para desplegar lo cósmico: el amado es geografía, cataclismo, cuerpo que se clava en el mundo y trae la lluvia.
El cierre con la baranda del balcón y el agua escurriendo actúa como un travelling descendente que une lo monumental y lo ínfimo en un mismo plano. La escritura logra aquí un efecto, casi cinematográfico, donde la espera amorosa, se vuelve paisaje y la intimidad se despliega en clave épica.
La imaginería cinematográfica. Montaje y atmósfera, de la geología al agua: irrupción y cuidado.
La escritura incorpora recursos que remiten al lenguaje del cine. La sucesión de planos breves —“Barro la casa”, “Recojo los zapatos”, “Dejo la ventana abierta”— se asemeja a un montaje que acumula acciones mínimas y genera una atmósfera expectante. La aparición del amado como una metáfora natural —“como una montaña que emerge, / saltando desde tu centro te clavas en el mundo”— irrumpe como un cambio de escala, un travelling abrupto que pasa de lo doméstico a lo telúrico. Este contraste reproduce un efecto visual característico de Wong Kar-wai: lo íntimo adquiere proporciones épicas gracias al ritmo y a la cámara.
En términos cinematográficos —dado que el poema dialoga con In the Mood for Love — esta imagen funciona como un corte visual. La montaña aparece en un plano general, abierto y majestuoso, mientras que la baranda con la lluvia introduce un plano detalle, microscópico. El poema monta ambos planos con la misma precisión con la que una película alterna lo monumental y lo íntimo para narrar una misma experiencia amorosa.
Este pasaje es crucial porque condensa la esencia de la poética que recorre el poema: el amor no es únicamente consuelo ni únicamente herida, sino una fuerza natural que irrumpe como paisaje en transformación, desbordando la escena íntima al mismo tiempo la habita.

La lluvia en el balcón introduce otra imagen de filiación cinematográfica. En Wong Kar-wai, la lluvia es motivo recurrente de deseo y melancolía; en el poema se reescribe como agua que “sosiega la semilla”, que fecunda y calma. La ventana abierta se convierte así en pantalla: un lugar de tránsito entre interior y exterior, entre soledad y encuentro, entre lo que se resguarda y lo que llega.
La imaginería cinematográfica atraviesa toda la construcción del poema. Como en In the Mood for Love, donde la cámara se demora en pasillos, objetos y silencios, la escritura de Delgadillo elige lo intersticial, lo mínimo, lo aparentemente secundario. La fuerza no está en narrar de manera explícita la historia de un encuentro amoroso, sino en mostrar los fragmentos que lo rodean: una casa limpia, unos zapatos dispersos, una manzana cortada, una ventana abierta. El amor, como en el cine de Wong Kar-wai, se revela en los márgenes, en esos gestos mínimos que parecen accidentales pero que contienen lo esencial.
La palabra como mediadora del vínculo: la estética de la aceptación
El cierre del poema ofrece su declaración ética más nítida: “No me importa si vienes alegre, roto, / o con la tristeza de un animal herido. / No me importa cómo vengas / con que vengas con palabras / Podré leerte hasta los huesos”. La aceptación radical se formula no como indiferencia, sino como apertura: lo decisivo no es el estado en que el amado llega, sino su disponibilidad traer consigo palabras. La voz poética desplaza el lugar de la intimidad: no en la carne únicamente, sino en el discurso, en la posibilidad de ser leído y de leer.
La expresión “hasta los huesos” despoja la lectora de toda superficialidad: implica la epidermis del gesto, descender al núcleo, acceder a lo que sostiene la existencia misma. El yo poético se constituye como lector absoluto del otro, un lector que no exige perfección ni plenitud, sino presencia mediada por el lenguaje. El amado puede llegar herido, fragmentado, pero lo esencial es que llegue “con palabras”. La palabra se convierte en materia del vínculo, un territorio compartido donde ambos tienen la capacidad de leerse profundamente y sostenerse incluso en la herida.

Este gesto tiene resonancias con la estética de Wong Kar-wai: en su cine, lo esencial no ocurre en los grandes acontecimientos, sino en los intervalos, en los silencios densos, en las frases a medias que cargan con un peso mayor que las confesiones explícitas. El poema se inscribe en esa misma lógica: la palabra no se reduce a comunicación funcional, es espacio de revelación, vehículo de aceptación.
Amar, es esta poética, significa leer: descifrar al otro en su vulnerabilidad, reconocer su precariedad y, aun así, elegir permanecer. La intimidad no es posesión ni conquista, sino hospitalidad hacia lo que llega incompleto. De allí la ética que recorre todo el poema: el amor se vuelve una práctica de lectura atenta, paciente, capaz de habitar la desnudez del otro hasta el hueso, hasta lo más frágil y secreto de su ser.
Epílogo
Desde la perspectiva del montaje narrativo, la imaginería del poema resulta altamente eficaz porque logra traducir estados emocionales y existenciales complejos —bloqueo creativo, deseo, espera, cuidado, aceptación de lo roto— en micro-acciones y texturas que se perciben a través de los sentidos. La memoria del cuerpo (“músculo secreto”), la liturgia doméstica (los zapatos como testigos), el sublime telúrico (montaña, lluvia, semilla) y el pacto del lenguaje (“leer hasta los huesos”) conforman un sistema simbólico de notable coherencia. El resultado es una poética de la delicadeza intensa: imágenes precisas que, por su economía y exactitud, dejan un eco táctil y duradero.
El movimiento estructural del poema —ese zoom que va de la mano a la montaña, de la gota al hueso— construye una espiral en la que lo minúsculo sostiene lo grandioso y lo grandioso ilumina lo minúsculo. Se trata de un cine sensorial trasladado a la escritura: cada imagen funciona como un corte limpio que, en su sucesión, arma una continuidad emocional impecable.

El poema In the mood for love de la boliviana Vero Delgadillo condensa en imágenes táctiles y domésticas una ética del cuidado que convierte la espera en acto creador. Como en el cine de Wong Kar-wai, la narración se suspende: no importa el desenlace, sino la intensidad de lo mínimo. La palabra sustituye al cuerpo como lugar de contacto, y leer al otro “hasta los huesos” se vuelve gesto radical de amor. En esa demora incandescente, la intimidad se transforma en rito y la vulnerabilidad en permanencia estética.
In the mood for love
Al culpable Wong Kar-wai
Cuando mi mano escribe
y todo le sale mal,
imagino que vendrás:
que posarás tu mano en mi hombro,
que me darás un beso en la cabeza,
otro en la sien.
No soy una mujer ruidosa.
Me gusta la madera vieja,
los objetos que guardan historia,
el sonido limpio del cuchillo en la manzana.
Temo no reconocerte,
aunque un músculo secreto en mí
ensaya desde hace años
cómo sostener tu voz,
el peso de tu cuerpo.
Ensayo también el paso en falso
de quien no sabe bailar.
Porque estoy segura:
no sabemos bailar,
y aun así nos encanta.
Vengo haciendo espacio.
Barro la casa,
recojo los zapatos desperdigados en la sala.
Son cuatro pares que esperan
como testigos mudos.
Dejo la ventana abierta,
por si llegas con viento,
como una montaña que emerge,
saltando desde tu centro
te clavas en el mundo
para sosegar la semilla
con la lluvia que resbala lenta
por la baranda del balcón.
No me importa si vienes alegre,
roto,
o con la tristeza de un animal herido.
No me importa cómo vengas
con que vengas con palabras.
Podré leerte
hasta los huesos.
(Un poema del libro «Invasión de los muros», Premio Internacional Pilar Fernandez Labrador 2025).
Descubre más desde Kinema Books
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Debe estar conectado para enviar un comentario.