La figura
“El Caudillo” emerge victorioso de entre las cenizas de la Revolución. “El Caudillo” es la esperanza, el nuevo dictador, el pacificador, el huey tlatoani, el sabelotodo, el infalible. El hombre de Estado. No le vengan con que la ley es la ley. Lo que él disponga es ley. Su pecho no es bodega. Su reloj marca la hora de todos, ¿qué horas son? Las que usted diga, señor.
“El Caudillo” se fue construyendo sobre la marcha, maduró, se midió ropajes, ensayó, nunca reconoció sus yerros, no hacía falta. Fue perfeccionando sus dotes de líder, pulió su oratoria, acuñó frases dignas de cincelarse en letras de oro y de registrarse en los libros de historia.
Implantó liturgias para traspasar el poder a los suyos. Decidió por unos, se enemistó con otros, pero impuso siempre su voluntad. Conoció el odio y disfrutó la lisonja. La figura de “El Caudillo” es una construcción histórica y antidemocrática que, aún hoy, goza de cabal salud.
La novela
En 1929 Martín Luis Guzmán escribió La Sombra del Caudillo, novela histórica en la que retrata los rasgos primigenios de esa personalidad política y la dotó de rostro.
Álvaro Obregón gobierna México desde 1920 y, por mandato constitucional, está obligado a entregar el poder en 1924. Los meses previos se han exacerbado los ánimos entre los dos más fuertes aspirantes a sucederlo. Han quedado fuera de la jugada (y de la vida) los líderes populistas Zapata y Villa. Bandoleros y estorbosos. El mando será monopolio de las élites, como siempre ha sido.
Obregón pretende civilizar a las facciones a partir de nuevas reglas de acceso al poder, con el objetivo de que exista un régimen firme que genere el mayor consenso posible entre tantos caudillos regionales prestos a tomar las riendas vía balazos. El general Obregón sabe que es la hora de la estabilidad y que su grupo debe instaurarla. Prefiere abrazos (de mentiras) que balazos (de verdad).
“El Caudillo” conduce el proceso de su propia sucesión. Sabe bien que la sangre bulle caliente en las venas de los veteranos revolucionarios que se sienten merecedores de ocupar la Silla del Águila, para quienes no importa lo que diga la nueva Constitución de 1917. Total, si es necesario se redacta otra. Obregón tiene en su gabinete a dos fuertes prospectos para su relevo. Uno, Plutarco Elías Calles, su paisano y favorito, y el otro, un general experimentado pero ajeno a su corral (en la novela, M.L Guzmán inventa a un opositor que conjunta la actitud rebelde de los generales Adolfo de la Huerta en el periodo de Obregón, y de Francisco R. Serrano en el periodo de Elías Calles).

Llegada la hora, “El Caudillo” decide que sea Calles su sucesor y el ficticio De la Huerta-Serrano se levanta en armas, inconforme. Una decena de generales de viejo cuño apoya su revuelta.
“El Caudillo” no está dispuesto a ceder a los chantajes, mucho menos a las rebeliones. Manda a matar en caliente a De la Huerta-Serrano y envía así un mensaje de escarmiento a quien ose desafiarlo. “El Caudillo” cierra los espacios a interpretaciones: aquí ordeno yo.
No lo sabe del todo, pero ha colocado la primera piedra de una liturgia de transmisión del mando que con los años afinará Calles y perfeccionarán los sucesivos presidentes que gobernaron México hasta finales del siglo XX.
La película
Julio Bracho (Durango, 1909 – CDMX, 1978) dirigió esta obra en 1960. Para ese entonces era un director experimentado, con un estilo sobrio y algunos éxitos en esos años prósperos en el cine nacional. Ciertamente la mayoría de sus filmes adolecen de chispa, de vitalidad, a menudo resultan acartonados.
Alejado de la taquilla, fue rebasado comercialmente por propuestas más atractivas producidas por Ismael Rodríguez y/o Emilio Fernández, por citar a dos de sus más conspicuos competidores. A pesar de su prolífica trayectoria, el cine de temática urbana que propuso Bracho no llegó a entusiasmar ni a las masas ni a los críticos. A lo largo de 36 años Bracho filmaría 47 cintas, destacando trabajos cómicos como “Ay qué tiempos señor don Simón” (1941), románticos como “Historia de un gran amor” (1942), dramáticos como “Distinto amanecer” (1943) y cabareteros como “Cada quien su vida” (1959).
Para finales de los años 50, la industria nacional empezaba su declive. Se hacía necesario apuestas más arriesgadas. Tiempo atrás, Martín Luis Guzmán había prometido a Bracho los derechos de su novela, quien logró que el estatal Banco Nacional Cinematográfico produjera la cinta, la cual contó de inicio con el aval del titular de la Secretaría de Gobernación para llevarla a la pantalla. Una vez terminado, el filme le generaría al secretario Gustavo Díaz Ordaz innecesarios desencuentros con el ejército.
Bracho logró filmar una obra mayor. Se trataba de una película de hombres porque la política era cosa de machos. Conjuntó un elenco con los mejores actores de ese tiempo. El general Ignacio Aguirre era De la Huerta-Serrano y lo interpretó el veracruzano Tito Junco; el general Jiménez era Plutarco Elías Calles y fue caracterizado por el siempre efectivo Ignacio López Tarso, mientras que “El Caudillo” recayó en el experimentado Miguel Ángel Ferriz. Hay que sumar otros grandes talentos como Carlos López Moctezuma, Víctor Manuel Mendoza, Roberto Cañedo, Víctor Junco, Tomás Perrín, Antonio Aguilar y Noé Murayama, por citar a los más conocidos.

Grabada en escenarios como la vieja Cámara de Diputados (la de Donceles), el Castillo de Chapultepec y diversas calles del Centro Histórico, la película tiene un mérito fundamental: irradia poder, logra transmitir con nitidez la crudeza que representa el ejercicio del dominio político. Bracho exprime el talento de sus colmilludos actores y estos se dejan guiar para que sus personajes rocen un alto nivel de verosimilitud al interpretar a los políticos de la época.
Histriones que en su madurez actoral retrataron con acierto las posturas arrogantes, los momentos de duda, el doblez en las actuaciones públicas de los hombres en el gobierno y su acendrado machismo que los llevaba a presumir públicamente a sus amantes.
La dirección retrata de manera diáfana las ambiciones a flor de piel de estos hombres poderosos, las patadas que se dan bajo la mesa, los elogios hipócritas de los oportunistas, los vaivenes partidistas, el doble discurso de los gobernadores. Hoy contigo, mañana contra ti.
Y aún hay más lacras. El orgullo macho de los dos gallos de pelea, sus nervios crispados, la ingente necesidad de saber qué piensa “El Caudillo” sobre ellos. Sus maniobras para hacerse de bienes mal habidos, acaso configurando lo que años después quedaría plasmado en el famoso lema de que “un político pobre es un pobre político”.
Hay un momento cumbre dentro la historia. Decisivo. El uso del gran eufemismo está a punto de patentarse en voz del presidente. En el alcázar del Castillo de Chapultepec, “El Caudillo” inquiere al general Aguirre sobre sus pretensiones; éste duda y no se atreve a definirse como candidato, no se abre, quizá por temor, quizá por calculador. Tal vez porque intuye que la decisión se inclinará en favor del general Jiménez.
General Aguirre:
- “…No me creo con méritos para sucederlo a usted en su puesto, ni me dejo llevar por tales aspiraciones. Así se lo he hecho saber a los otros generales, a quien debe usted creerles y les he pedido que den su apoyo al general Jiménez.
“El Caudillo”
- Lo de su falta de merecimientos lo entendería mejor si en esto no estuviera mezclado el general Jiménez. Porque yo sé bien que usted, acaso por motivos dignos de pesarse, cree superar en muchos conceptos a su contrincante. ¿Cómo explicarme entonces que la candidatura del otro le parezca más aceptable que la suya propia?
General Aguirre:
- “Primero, porque es público y notorio que él sí aspira a ser presidente. Y segundo, porque es posible y aún probable que la benevolencia de usted lo ayude en su deseo”.
“El Caudillo”
- “No sería yo, sino el Pueblo”.
Aguirre queda estupefacto. Se sabe perdido. Sus mejillas se arrebolan. “El Caudillo” ha sido franco, se ha abierto de capa. Aguirre, con aire de orgullo y dignidad impostada, se vuelve y se va. Ni siquiera se despide. Su actitud y sobre todo los pasos que dará a partir de ese momento sentenciarán su vida. Será el traidor histórico que no supo alinearse a la decisión.
Lo importante en esta escena es que “El Caudillo” dio con el eufemismo buscado: “el Pueblo decide”. En épocas futuras, será “el Partido decide”. Así nació la sentencia con que los presidentes enmascararían la verdad de su decisión en cada proceso sucesorio: “No sería yo, sino el Pueblo”.
La lata
Imposible comentar esta producción sin referirse a la leyenda negra de su largo enlatamiento. La lucha hambrienta por el poder que se retrata en el filme espantó incluso a quienes desde el gobierno habían ordenado su financiación. La obra maestra de Bracho, su cumbre como realizador, quedaría marcada por la prohibición del gobierno del presidente Adolfo López Mateos para exhibirla.
En su exhaustiva investigación “Los Bracho. Tres generaciones de cine mexicano”, Jesús Ibarra desvela la razón histórica del veto:
“En octubre de 1960 se daba por seguro el estreno de la cinta y se hablaba de su exhibición en la III Reseña Internacional de Cine, lo que no llegó a ocurrir. Se preparó su estreno haciéndose una gran publicidad, se elaboraron y fijaron carteles. El estreno se llevaría a cabo en cuatro salas de la ciudad: los cines Roble, Latino, Chapultepec y Variedades. Un día antes del estreno, el distribuidor y los exhibidores de la película recibieron un telefonazo del señor Jorge Ferratis, director de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación, ordenando retirar todas las copias y material publicitario de la cinta. La supuesta razón por la cual se prohibió la exhibición fue que el secretario de la Defensa Nacional, general Agustín Olachea, amenazó con renunciar a su cargo si la cinta llegaba a exhibirse pues la consideraba denigrante para el ejército mexicano y los ideales de la Revolución”.

La Sombra del Caudillo no llegó a estrenarse mientras Bracho estuvo vivo. Transcurrieron los sexenios de Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo y De la Madrid y el filme siguió anatemizado, escondido. Treinta años después, en 1990, Carlos Salinas autorizaría su difusión.
Para Bracho fue un golpe anímico, creativo y económico, pues su insistencia para que su producto se exhibiera le generó incluso cancelaciones de trabajos y obstáculos para continuar con su carrera de director.
Para la clase política no pasó de ser una travesura, una cosa sin importancia, una prerrogativa para mantener incólume el prestigio de los militares. Vetar una película equivale a un juego de niños comparado con tantas atrocidades cometidas a lo largo del siglo XX. Para las libertades, se trató de un acto de censura; para el arte, un capítulo más de cancelación por motivos ideológicos. Para los realizadores (director, escritores, técnicos y actores) un insulto a su labor.
A 65 años de su elaboración y 35 de su primera difusión, se antoja imperativo revisar esta obra de Julio Bracho para que las nuevas generaciones comprueben que la historia es cíclica, que se repite. Que no hay novedad en la reedición perniciosa de la figura de “El Caudillo” que los mexicanos hemos presenciado estos últimos años.
Orlando Betancourt Escalante. ORBE. Desde 2021, dirijo la editorial Mind Memoria Indeleble. Escribo letras para canciones, pero nomás no encuentro al músico que me ayude a musicalizar. La editorial El Canto de la Alondra me ha incluido en tres antologías poéticas recientemente. Soy licenciado en Comunicación por la UNAM, con estudios de maestría en administración pública (inap). Rebasé hace rato los cincuenta años… ¡y tengo aún tantos proyectos pendientes! Remojar más seguido mis pies en el mar, embelesarme con alguna obra de Donizetti en el Opera House de NY o asistir a un Grand Slam de tenis (bueno, aunque sea a un solo juego). Años atrás sumé tanto que ahora empiezo a despedirme de personas, amores y sueños.
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