Por Saúl Araujo
A primera vista, parecería que Celine Song y Luca Guadagnino trabajan en extremos opuestos del espectro cinematográfico. Materialist se anuncia como una comedia romántica mínima sobre vínculos y objetos; Challengers, como un torbellino melodramático donde el tenis, el deseo y el cuerpo colisionan. Pero ambas películas dialogan, aunque desde lenguajes distintos, en un mismo territorio: el de los vínculos humanos bajo presión, donde la pertenencia, el poder y el deseo son moldeados por fuerzas externas —sociales, económicas, culturales— que definen cómo se ama y cómo se elige.
En Challengers, Guadagnino convierte el triángulo amoroso en un territorio táctil. La relación entre Tashi Duncan (Zendaya), Art Donaldson (Mike Faist) y Patrick Zweig (Josh O’Connor) está contada no solo a través de palabras, sino del cuerpo en acción. El director filma la competencia y la atracción con la misma gramática visual: planos cerrados que rozan la piel, travelling que acompaña el ritmo de las respiraciones, cortes breves que siguen el golpe seco de la pelota en el clímax de un punto.

Una escena clave lo ejemplifica: el partido final entre Art y Patrick, donde la cámara se coloca casi al nivel de la cancha, persiguiendo no la pelota, sino sus torsos tensos, sus piernas firmes, la fricción literal del esfuerzo. Es tenis, pero también es coreografía íntima. La banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross crea un pulso casi cardiaco que intensifica cada gesto, transformando la cancha en un campo de batalla emocional donde deseo, rivalidad y ambición se funden.
La película también está atravesada por la lógica del rendimiento: un mundo donde se mide quién sube, quién cae, quién está “en forma” y quién se queda atrás. En ese contexto, Tashi no es solo objeto de deseo, sino eje de valor: cada hombre intenta probarse digno de estar cerca de ella, de su talento, de su visión del triunfo. Guadagnino ya había explorado cómo el deseo puede ser un lenguaje de poder (Call Me By Your Name, 2017), pero aquí lo hace con un nivel de fisicalidad extrema que convierte el romance en deporte y el deporte en deseo.
Celine Song, en cambio, retoma en Materialist la intimidad contenida que caracterizó Past Lives, pero dirige su mirada hacia otra clase de fuerza invisible: el valor económico como medida del afecto y la pertenencia. Su puesta en escena es austera —departamentos blancamente vacíos, encuadres estáticos, silencios que duran un segundo más de lo cómodo— y ese minimalismo revela tensiones profundas.
Una escena representativa: el ramo de rosas que Lucy (Dakota Johnson) recibe de Harry (Pedro Pascal) cuando empiezan a salir, un acto que para el no representa más allá de un despilfarro visual, un toque extra en el pastel que requiere, el juego de seducción es secundario, lo importante aquí es la transacción del acuerdo mutuo, se busca más que un deseo, se quiere tener pertenencia por simple hecho de que hay cosas que el dinero no puede comprar, pero que se focalizan para lograr por este medio. ¿Qué queda de uno cuando todo puede ser comprado, es entonces este el ultimo fin del amor?

Mientras Challengers pregunta “¿quién gana?”, Materialist pregunta “¿qué vale?”. En vez de cuerpos en fricción, Song retrata vidas donde el amor se vuelve una lista de requisitos: estabilidad financiera, proyección laboral, compatibilidad con un futuro seguro. Es una mirada contemporánea al romance bajo capitalismo tardío: relaciones donde la intimidad se negocia con los mismos criterios con los que se selecciona un seguro de vida.
Pese a la distancia entre ambos estilos —Guadagnino, barroco y exuberante; Song, contenida y casi clínica—, las dos películas exploran cómo fuerzas externas moldean el corazón humano. En Challengers, la estructura social es el rendimiento deportivo, el éxito, la celebridad y el desgaste físico. En Materialist, es el flujo de dinero, los objetos, la presión de “tener una vida funcional”.
En ambos casos, el amor no es un refugio: es un terreno de negociación donde uno prueba su valor, su lugar y su pertenencia. Guadagnino lo expresa con calor, sudor y competencia. Song lo expresa con silencios, ausencias y decisiones prácticas. Pero los dos entienden que el deseo no es un impulso puro, sino un sistema atravesado por contextos, rituales y expectativas que gobiernan la manera en que nos acercamos a otros.
Por qué verlas juntas
Ver Materialist y Challengers en conjunto permite reconocer un eco en sus discursos: que bajo cualquier triángulo amoroso —sea explosivo o silencioso— late una pregunta contemporánea sobre cómo queremos ser vistos y validados.
Guadagnino muestra el deseo que quema. Song muestra el deseo que pesa. Ambos revelan que las relaciones no se construyen en un vacío emocional, sino en un marco social que valora, clasifica y tensiona cada gesto. El cine, en manos de ambos, se convierte en un microscopio emocional y económico a la vez. Y lo que muestra no siempre es cómodo: que amar hoy significa navegar sistemas que nos exceden, desde la cancha profesional hasta el departamento impecable donde cada objeto tiene un precio y cada elección, una consecuencia.

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