El corazón que antecede al lenguaje: Guillermo del Toro y su criatura

Reinterpretar un mito literario es riesgoso. No se trata solo de adaptar una novela conocida, se trata de intervenir un relato que vive en la cultura desde hace más de dos siglos, y que además tiene múltiples capas de sentido, versiones cinematográficas legendarias y una herencia emocional inmensa. Frankenstein pertenece a ese pequeño grupo de historias – Drácula, Fausto, Prometeo, Edipo- que dejaron de ser simples narraciones para convertirse en símbolos universales. El Frankenstein de Mary Shelley toca uno de los miedos más profundos del ser humano: el miedo a no ser amado, a ser rechazados por lo que somos incluso antes de mostrarnos.  

Pero Guillermo del Toro, no solo asume el riesgo sin miedo, lo asume con amor, porque ha construido su filmografía sobre la monstruosidad entendida como un lenguaje emocional. Reinterpretar Frankenstein era casi un destino inevitable dentro de su obra; él mismo lo dijo en una entrevista: Frankenstein y Pinocho eran metas hacia las que caminaba sin prisa.

Por eso hay algo profundamente conmovedor en verlo llegar, por fin, a Frankenstein. Descubrir que todo lo que ha explorado hasta ahora -los niños quebrados que buscan sentido, los monstruos que miran con inocencia, las criaturas que parecen recordar algo que nosotros hemos olvidado- era, en el fondo, un camino de regreso al mito fundacional de todos los monstruos.

En ese regreso Del Toro no adapta la obra de Mary Shelley sino que la escucha, y al escucharla no solo oye la moralidad victoriana que cuestiona la ética de la ciencia, la responsabilidad afectiva, el abandono, la precariedad emocional del “otro”.  También amplía la pregunta esencial de la criatura. Ya no es solo “¿quién soy?”, sino: ¿para qué fui hecho? ¿Qué se necesita para ser considerado humano? ¿La fealdad es un hecho… o un juicio? ¿Quién tiene derecho a llamarme monstruo? Si me nombran así… ¿me convertiré en eso? ¿Puedo elegir mi destino? ¿Existe un lugar para mí en el mundo? ¿Por qué debo arrepentirme de ser lo que soy?

La criatura de Del Toro cuestiona la humanidad del hombre, no la suya.  Y desde ahí el director construye una película que no se siente solo como una ilustración literaria -aunque mantiene fragmentos literales del texto original-, sino como una reinterpretación amorosa y llena de ternura.

FRANKENSTEIN. Jacob Elordi as The Creature in Frankenstein. Cr. Ken Woroner/Netflix © 2025.

Hace unos meses vi una entrevista al director noruego Joachim Trier en Cannes. Dijo una frase maravillosa para describir su película Sentimental Value (2025): “La ternura es el nuevo punk.”  Traigo esto porque siento que Guillermo del Toro utiliza la ternura como fuerza narrativa en su Frankenstein. Una ternura primitiva, anterior al lenguaje, como si hubiese querido filmar el nacimiento mismo de la empatía.

Quienes conocemos y admiramos el cine de Del Toro, sabemos que en toda su obra él ha demostrado estar especialmente interesado en ese territorio previo a la palabra, en esa sensibilidad que nace antes de saber nombrar el mundo y las cosas. Ya lo había insinuado en La forma del agua, donde el amor y el reconocimiento del otro surgían sin lenguaje articulado, sosteniéndose apenas por la respiración y la mirada. Allí, como aquí, el lenguaje no comienza en la boca, sino en el cuerpo. En Frankenstein, esa intuición llega a un lugar más profundo: la criatura no solo aprende palabras, aprende el peso moral que cargan esas palabras, la manera en que un nombre puede abrirle un mundo o cerrárselo. Y filma ese descubrimiento con una delicadeza casi ritual, porque sabe que la primera herida del monstruo no es física, sino lingüística: lo llaman “monstruo” antes de que él pueda pronunciar quién es.

Y aquí reside el gesto político más potente del film: la criatura es, por momentos, el personaje más inocente entre las figuras humanas corroídas por la ambición, la vanidad o la cobardía. Esa inocencia nos vuelve a llevar al Frankenstein de Whale (1931), a la melancolía de Boris Karloff, al estremecimiento que hay en los ojos del monstruo cuando descubre el mundo.

Y como siempre, Guillermo del Toro vuelve al agua. El agua como memoria y matriz.Porque para este director el agua no es solo un símbolo ni un capricho estético: el agua es origen. En uno de los momentos más delicados del film, la criatura contempla su reflejo en un estanque y -tal como el monstruo de Shelley, tal como Narciso, tal como cualquier ser humano descubriéndose por primera vez- se reconoce y se teme. No hay música ni diálogos. Solo el ruido del agua moviéndose. La poesía de esta escena es tan simple y tan profunda que uno casi olvida que está viendo terror gótico, porque lo que ve es un alma preguntándose quién podría quererla. Es un instante bellísimo y que condensa el espíritu de la película.

Aquí aparece la idea del monstruo como espejo, presente también en toda la filmografía del director; desde el fauno que prueba la humanidad de Ofelia, hasta el dios anfibio que enseña la ternura en La forma del agua. En este Frankenstein, la criatura encarna lo más luminoso del ser humano: la capacidad de conmoverse. Quienes lo rodean, en cambio, revelan la monstruosidad cotidiana que Shelley ya había percibido: la incapacidad de cuidar lo que creamos.

Es un espejo cruel donde cada personaje refleja su parte más oscura. Victor Frankenstein, más que un científico, es un hijo aterrado por su propio deseo de trascender. No olvidemos que en buena parte de la obra de Guillermo del Toro late siempre la herida del padre, esa ausencia que no es solo física, sino moral y emocional. Ese desamparo inaugural resuena con muchos de los personajes del universo de este director: niños, monstruos y almas rotas que buscan una figura paterna capaz de mirarlos con amor, pero que encuentran en su lugar autoridad violenta, distancia o miedo. Desde El espinazo del diablo hasta La forma del agua, y ahora de manera punzante en Frankenstein (2025), explora cómo los seres más vulnerables cargan con las consecuencias del padre que no protege, o que no guía, que no reconoce. En esa herida se escribe la soledad del monstruo, la rebelión de los inocentes, la ternura como refugio. Porque en el mundo de Del Toro, lo monstruoso no nace de la deformidad, su monstruo no es un experimento fallido, los verdaderos horrores están vivos mucho antes de que se ensamble ningún cadáver.

Hay un detalle preciosísimo: el reconocimiento de la belleza, clave en Frankenstein, está filmado desde lo femenino. No porque haya un “interés amoroso”, sino porque Del Toro confía en que la mirada de lo femenino -como arquetipo, como energía receptiva, como sensibilidad a la vida- es la única capaz de ver más allá de la superficie. La criatura aprende la belleza no del mundo, sino de cómo el mundo es mirado por quienes aún pueden ver lo sagrado en lo roto. La bondad y la maldad, entonces, dejan de ser polos opuestos para volverse modos de mirar. Y quien lo ve, en primera instancia, es una mujer. Después, un ciego.

Ahora, lo estrictamente cinematográfico: lo visual. Guillermo del Toro se caracteriza por estar presente en todo el proceso de producción, su oficina generalmente está en el mismo set. En el caso de esta película, puso su oficina en el espacio donde trabajaba el equipo de arte. Así que el diseño de arte en Frankenstein es impresionantemente bello. No me sorprendería para nada que se lleve Oscares en Dirección de arte, Dirección de fotografía, maquillaje, vestuario, y demás…

No nos falla en eso que a los amantes de su cine nos encanta, vuelve a dialogar con la pintura universal, pero esta vez lo hace de una manera más íntima, casi reverencial. Su manejo del color y de la luz es delicadísimo, hay escenas que son cuadros en movimiento que podrían haber sido pintados por Rembrandt; otros que expresivamente nos remiten a Caravaggio. En uno de los planos más hermosos de la película, la criatura se asoma a una ventana empañada por la lluvia y la cámara se queda quieta, como si respirara con él. El mundo del otro lado es borroso, inalcanzable. Como el agua está tan presente, muchos de estos planos te dan la sensación de tener óleos húmedos que aún no terminan de secarse. Es una cosa muy difícil de explicar. Es demasiado hermoso.

No cabe duda que en Frankenstein hay una continuidad del universo emocional de este director, yo diría que es la película más “Guillermo del Toro” que ha hecho.  La criatura parece hija del fauno y del dios anfibio; hermana del diablo inocente de Hellboy; pariente del espíritu infantil que descubre lo terrible y lo bello al mismo tiempo. Y la música que acompaña todo esto es crucial, me dio muchísima pena no poder ver la película en el cine, porque la música merece su análisis propio, o sea es Alexandre Desplat, no me sorprendería tampoco que gane el Oscar a mejor banda sonora, lo ganó con La forma del agua, Del Toro + Desplat es una dupla triunfadora.

No voy a decir nada del cierre, salvo esto: es fiel al estilo narrativo de este director en su capacidad para romperte y al mismo tiempo dejarte un fueguito tibio en las manos. No tiene un final trágico ni esperanzador. Es un abrazo imperfecto. Como la vida. Como el arte. Como el propio monstruo. Guillermo del Toro no nos pide que amemos al monstruo. Nos pide algo mucho más difícil: que lo entendamos.

Bonus information. La película está disponible en Netflix, y acaban de agregar recientemente: Una lección de Anatomía,  documental sobre el proceso de producción. Para los fans de Desplat, el soundtrack está disponible en Spotify.


Descubre más desde Kinema Books

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com

Subir ↑