Resulta difícil no dejar algún detalle de lado al hablar del supremo cuidado con el que esta película ha sido hecha. Es prácticamente un trabajo de cirujano, de una meticulosidad casi obsesiva. Brady Corbet ha ideado cada centímetro de este cuadro para crear una escena impecable y ganadora indiscutible. Todo está en su lugar, y no solo en su lugar, sino que ese lugar es el lugar perfecto, incluso el metraje de 3 horas 35 minutos que tiene.
Empecemos con la escena que abre la película: los créditos, que ya anuncian el tono de la historia. Nos muestran que el espacio, el lugar y cómo se ocupa, es lo que hace la historia. Aunque hay muchas películas sobre el impacto de la Segunda Guerra Mundial, esta película nos muestra algo más: la condición humana y la guerra. El director ha decidido contar esta historia desde el lenguaje de un arte no tan frecuentemente utilizado para narrar: la arquitectura.
La obertura es majestuosa, un caos a oscuras casi asfixiante, luego abre bamboleante, opaca, densa, un barco llega al puerto de Nueva York, y hasta ahí es un lugar conocido. Sin embargo, la imagen del inmigrante, la posguerra, el sueño americano, deja de ser normal si nos fijamos en el plano final: la estatua de la libertad de cabeza. László Tóth es un arquitecto húngaro formado en la Bauhaus que ha salido de un campo de concentración y logrado llegar a América para rehacer su vida, sin saber si su familia logró la misma suerte.
En la primera parte, László se da cuenta de que rehacer la vida no es tarea fácil, pero que sobrevivir ya es ganancia. Tener comida, abrigo, sobrevivir a una guerra te convierte en un ser humano con una mirada de la vida, del mundo y de la existencia muy particular. Creo que ahí es donde entra la metáfora del Brutalismo, como movimiento arquitectónico posguerra. ¿A qué responde? ¿Qué quiere decirnos el director desde ese lugar y con esas formas? No son solo los dilemas de la inmigración y las barreras culturales que obstaculizan la integración lo que nos quiere mostrar este director, hay mucho más, y es muy profundo.
La película no es difícil de comprender desde su argumento, pero está plagada de detalles de simbolismo que la hacen estéticamente compleja. Esto es bueno porque indica que al verla varias veces se seguirán encontrando cosas que entender, pero también puede ser malo porque no mucha gente disfruta de ver varias veces este tipo de películas. Volvamos a la pregunta: ¿por qué elige el director contarnos esta historia desde el brutalismo? Tengamos claro que László Tóth es un personaje ficticio, es una suerte de biopic de alguien que no existió y cuya vida tiene el objetivo de contarte la verdadera historia.
La Segunda Guerra Mundial dejó un rastro de devastación y desolación en su estela. Sin embargo, también dio lugar a una corriente arquitectónica que reflejaba la crudeza y la dura realidad de la época: el brutalismo. Los edificios brutalistas, con sus formas angulares y materiales crudos, se alzan como si surgieran de la tierra misma, manifestando la fuerza y la resistencia de la naturaleza. De esta manera, expresan la crudeza y la dura realidad de la época. Aunque pueden parecer fríos y deshumanizados, en realidad son honestos. Sus materiales los presentan tal como son, y en esa época, los materiales humanos posguerra eran la soledad y la desesperanza, frente a un mundo crudo y sin adornos.
La palabra «brutalismo» proviene del francés «brut», que significa «sin adornos». Eso es exactamente lo que caracteriza a esta corriente: la simplicidad, la funcionalidad y la ausencia de ornamentación. Después de la guerra, la gente estaba buscando reconstruirse y quería hacerlo de una manera auténtica, segura y estable en un mundo que parecía haber perdido el control. La sociedad burguesa y capitalista había sido cuestionada, y la gente estaba buscando una forma de expresión que fuera más accesible y más igualitaria.
Creo que es esa reflexión la que el director busca provocar desde esta película, no solo presentar una forma de arquitectura como elemento narrativo, sino una forma de arte que refleja la complejidad y la contradicción de la condición humana. Los lugares cuentan la historia brutalmente. El ejemplo más hermoso de esto es la escena de la cantera de mármol en Carrara, un momento y un lugar de abrumadora belleza en el que también transcurre una de las escenas más demoledoras de lo bello. Una sola frase bastó para transmitir aquello que de inexplicable tiene la destrucción: la descomposición del poder.
Un juego continuo de luz y perspectiva busca la simplicidad. «¿Qué tal si todo puede ser más simple, tan simple…?» Quizá no tan simple como responder a un «¿y qué tal la guerra?», pero sí como expresar la muerte y la desesperanza en un martillazo, o la resiliencia en una cruz diseñada a partir de la luz en la idea de un judío, no es gratuita la persistencia de mostrarnos en la primera parte lo insoportable que la luz le resulta al personaje.
La música, las actuaciones, el montaje, los objetos, la temperatura, el color, la textura del 35mm, la elección del formato VistaVision, todo está construido con una perfección geométrica para ofrecerte la atmósfera narrativa que necesitas para disfrutar esas 3 horas y media de película, porque la disfrutas. El brutalista es una película que si no ves en cine, te puedes arrepentir. Podría meterle más texto a esta reseña para convencerte, pero en estos tiempos de lectura corta y rápida, creo no es necesario.

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