Harry Block (Woody Allen) es un escritor que acaba de publicar una novela donde ventila muchos detalles indiscretos de su vida privada, por lo que sus exesposas y examantes lo aborrecen. De forma inesperada, la misma universidad que un día lo expulsó decide condecorar a Harry organizando una ceremonia a donde nadie quiere acompañarlo, por lo que decide pagar a una prostituta llamada Cookie (Hazelle Goodman) y convencer a su amigo hipocondriaco Richard (Bob Balaban) para que vayan con él, además de secuestrar a su pequeño hijo en la puerta de la escuela.
El peculiar equipo se embarca en un viaje con referencias directas a Fresas salvajes (1957) de Ingmar Bergman, pero desde una perspectiva divertida y reflexiva, que remarca el humor ácido del director neoyorkino. Los enredos de Harry (1997) es quizá una de las películas más corrosivas y arriesgadas de Woody Allen, tanto por los temas donde apunta sus armas (la religión, la infancia, la crítica, la familia, la industria), como por la estética utilizada, rompiendo el eje narrativo en las conversaciones, ejecutando agresivos movimientos de cámara y mostrando una edición con cortes abruptos, que recuerdan al primer Godard de Breathless (1960).
Harry Block padece además bloqueo de escritor y ha gastado todo el adelanto del pago; en su desesperada paranoia, motivo de conflictos sentimentales, comienza a cruzarse en la diégesis de la película con los personajes de sus libros, desatando un ocurrente caos. Si ver a Block/Allen llegar al solemne homenaje acompañado de una prostituta, un cadáver (su amigo Richard muere en el trayecto) y su hijo secuestrado no provoca la risa de la audiencia, quizá entonces lo haga ese barroco descenso a las entrañas del infierno, donde el personaje principal descubre no sentirse tan incómodo después de todo.
Nominada al premio Oscar como mejor guion original, Los enredos de Harry es un ejercicio cómico, atípico y revelador de los miedos del cineasta, como esa muerte escalofriante que llega para llevarse al personaje equivocado, y que deja un sabor a El séptimo sello (1957) de Bergman, pero con toda la jocosidad e intelecto del humor de Allen.
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